Newman: un pastor que habla al corazón

Newman: un pastor que habla al corazón

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Tomás Baviera
Universidad Internacional de Valencia
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John Henry Newman (1801-1890), hacia los años 30’ del siglo XIX, siendo profesor en la Universidad de Oxford y Rector de la iglesia anglicana de St. Mary´s, en esta misma institución, destacó como promotor del Movimiento de Oxford, cuyo objetivo fue la revitalización de la Iglesia Anglicana, a la luz del estudio del pensamiento de la Padres de la Iglesia de los primeros siglos de cristianismo. Este camilo le llevó a su posterior conversión al catolicismo, lo que le señaló en Inglaterra y desde Inglaterra. Más tarde, destacó también por sus propuestas en la educación universitaria, por sus aportaciones a la reflexión sobre el acto de fe, y particularmente por su nombramiento como cardenal de la Iglesia Católica al final de su vida. A pesar de que se ha escrito mucho sobre él, especialmente a raíz de su beatificación en el año 2010, no es frecuente que se mencione un aspecto que se desea destacar en este pequeño artículo: su amor a las almas y su dedicado trabajo pastoral. Pero se trata de un pastor vivo que transmite sus propios descubrimientos, sus propias luchas, su diálogo personal con Dios ante las circunstancias en que vive, y que enfrenta a la luz del Evangelio.

Durante aquellos años como clérigo anglicano, Newman predicó en distintos lugares. Un amigo suyo quiso publicar buena parte de su predicación siendo Newman Vicario de la Iglesia de St. Mary, la capellanía de la Universidad de Oxford (1828-1842). Esta colección salió a la luz bajo el título de Parrochial and Plain Sermons. Estos sermones son un buen testimonio de su sensible corazón de pastor. Sus biógrafos destacan la atracción que estos sermones ejercieron sobre los profesores y los jóvenes estudiantes. Si tenemos en cuenta que muchos de los asistentes llegaron a ser con el tiempo pastores anglicanos y miembros reconocidos de la aristocracia inglesa, podemos hacernos una idea del impacto de su predicación en aquella primera mitad del siglo XIX. Gracias a los trabajos de traducción al español , a pesar de los años que han pasado, la lectura de estos sermones constituye un tesoro que sigue enriqueciendo a quien se aproxima a ellos.

¿Qué ha hecho que estos sermones mantengan su fuerza y atracción? Un elemento estaba marcado por la basta preparación teológica y filosófica del joven expositor; un segundo es que las predicaciones anglicanas en aquel tiempo tenían un tono diferente, más cercano a lo que podría esperarse de una lección magistral. En tercer lugar, Newman era un maestro de retórica, pero sobre todo, su manera de dirigirse a su auditorio estaba colmado de convicción, que interpelaba a cada uno de los asistentes de manera arrolladora. Lamentablemente, la distancia en el tiempo y en el espacio no nos permite gozar hoy de tal espectáculo, pero el carácter y profundidad de los textos de Newman mantienen la fuerza de su profundo intelecto y gran corazón.

A grandes rasgos alcanzo a distinguir tres elementos en el planteamiento de estos sermones. En primer lugar, Newman suele delimitar al inicio un reto o problema concreto que todos debemos afrontar en nuestra vida cristiana. Puede tratarse del comportamiento propio de alguna virtud o de algún aspecto relevante relacionado con el misterio divino. A veces toma la forma de pregunta, otras veces simplemente se resalta cierta perplejidad inherente al problema. En todo caso, Newman apela a la inteligencia de sus oyentes y les invita a una indagación. El segundo elemento es, sin duda, el más rico: Newman presenta relatos bíblicos en los que aparece de alguna manera el problema o reto planteado. Las escenas del Antiguo y Nuevo Testamento son descritas con viveza y finura psicológica y logra acercar a los oyentes a esas realidades. El interior de los protagonistas se desvela progresivamente con el fin de mostrar la acción de Dios en sus vidas. Newman es muy consciente de que solo a la luz divina puede el ser humano reconocerse en toda su profundidad. Así pues, mediante estas imágenes el predicador contribuye a que sus oyentes se conozcan mejor y, sobre todo, conozcan mejor a Dios. Newman crea las condiciones adecuadas para que el corazón sea movido por la fidelidad amorosa de Dios. El tercer elemento consiste en sugerir una respuesta práctica a la pregunta inicial. La cabeza y el corazón de sus oyentes habían sido interpelados con el fin de transformar desde dentro su comportamiento personal. Esta conversión no puede apoyarse ni en una decisión autónoma ni tampoco en un sentimiento inflamado. Tanto la voluntad como la afectividad debían ser movidas por algo real y verdadero, de tal forma que toda la persona sea íntegramente atraída por el amor de Dios. El punto de apoyo auténticamente efectivo para este movimiento es la confianza en Dios. De igual modo que Dios había actuado en las historias bíblicas descritas anteriormente, también los oyentes podían confiar en que Dios les acompañaría y les confortaría en su vida cotidiana.

Tres décadas después, Newman resumiría muy bien el planteamiento de sus predicaciones en su lema cardenalicio: cor ad cor loquitur, el corazón habla al corazón. Ya desde muy joven, el Vicario de St. Mary hablaba al corazón de sus feligreses para transmitirles la grandeza de la vida de la gracia. Y no solo a esos oyentes, sino también a todos los que más tarde leerían sus sermones publicados. En esta capacidad de hablar al corazón radica en última instancia el tesoro de su predicación.

Más allá de los Plain and Parochial Sermons, entre los tesoros de su predicación cabría señalar una joya que brilla con luz propia, se trata del último sermón que Newman predicó como pastor anglicano el 25 de septiembre de 1843, en el suburbio de Littlemore, Oxford, durante una ceremonia en la pequeña iglesia que él mismo mandó construir para la feligresía anglicana del lugar. Con este sermón se despidió de sus amigos y se retiró a rezar y estudiar, con el fin de decidir su propio camino. Estaba cargado de la fuerza de su búsqueda de la verdad y la emoción sin medida del momento crucial, de encrucijada. Este sermón lo tituló “”The Parting of Frinds”. Aunque no forma parte de los Sermones Parroquiales, en la edición en español de la Editorial Encuentro fue incluido en el volumen 7º. Newman traza el marco de este sermón en el contexto de la despedida de Jesús en la Última Cena. El cumplimiento de la voluntad del Padre ha sido su alimento constante, y ahora se encuentra justo a las puertas de llevar a cabo la obra para la que ha sido enviado. En este momento más que nunca necesita del calor de sus amigos. Newman apunta que “se refugia en su amor”, en la amistad de los apóstoles. Por eso, no está rabioso ni violento ni tampoco se muestra temeroso, sino más bien se le ve “tierno, cariñoso, sociable”. A continuación, Newman enhebra una serie de pasajes de la Sagrada Escritura con el hilo del corazón roto: la vacilante aceptación de los males por parte de Job, el reconocimiento de la vanidad de este mundo en boca del Qohelet, la triste salida de Jacob de la casa de su padre hacia un destino lóbrego e incierto, la marcha de Ismael en el desierto con su madre, la triste despedida entre Noemí y su nuera Orpá, la afligida separación entre David y Jonatán debido al odio de Saúl, la inolvidable partida de San Pablo hacia Jerusalén desde la playa de Éfeso y su emocionante carta de despedida a Timoteo.

Estos pasajes conmovedores alcanzan su clímax cuando Newman nos hace ver que también el corazón de Jesús ha pasado por estos sentimientos dolorosos:

Y ¿qué son todos estos ejemplos sino memoriales y prendas del Hijo del Hombre cuando su obra y sus trabajos se acercaban al final? Como Jacob, como Ismael, (…) Él se sentó a la mesa antes de partir, y como David, fue perseguido por los jefes de Israel, y como Noemí, fue abandonado por sus amigos, y como Ismael, clamó “tengo sed” en medio de una tierra estéril y seca, y al final, como Jacob, fue a dormir con una piedra como almohada, en la noche. Y, como San Pablo, ha “terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera” (Jn 17,4) y ha dado el “solemne testimonio” (1 Tm 6,13) (John Henry Newman, Sermones parroquiales /7, Encuentro, Madrid 2014, p. 229).

Newman elige un pasaje del Evangelio, quizá en el que mejor se aprecia el corazón de pastor de Jesús, cuando llora al ver Jerusalén y advertir su dureza interior. En este punto se vislumbra, entre líneas, el corazón del propio predicador. Las preguntas que Newman plantea tras recordar las lágrimas de Jesús se dirigen hacia la “madre de santos”, hacia la “virgen de Israel”, en definitiva, hacia su amada Iglesia de Inglaterra. A ella le plantea lo que más amarga su corazón en esos momentos de soledad: “Oh, madre mía, ¿por qué derraman sobre ti cosas buenas y no puedes guardarlas; tienes hijos, pero no puedes retenerlos? ¿Por qué no eres capaz de aprovecharlos, por qué no tienes corazón para regocijarte en su amor?”

Las polémicas de los meses anteriores en torno a la publicación del Tracto 90 habían terminado de convencer a Newman del giro irreversible de la Iglesia de Inglaterra hacia las tesis protestantes. Su empeño por renovar la espiritualidad de sus compatriotas le había hecho acudir a las fuentes de la Iglesia Antigua. Había sido al beber de esta agua limpia cuando cayó en la cuenta de que probablemente la Iglesia de Inglaterra careciera de la auténtica gracia.

Con un grandísimo dolor de corazón, Newman era consciente que debía abandonar su parroquia para no hacer daño a las almas. Humillado por el anglicanismo oficial, pero sobre todo cuestionado por su propia conciencia, no estaba en condiciones de continuar su labor pastoral. Al igual que Jesús ante la oscuridad de la Cruz la noche de la Última Cena, Newman se despedía de sus amigos poniendo toda su confianza en Dios, con el sincero y único deseo de cumplir la voluntad del Padre. Así lo reflejó, aunque fuera veladamente, en el emotivo final de aquel sermón memorable:

Oh hermanos míos, oh corazones afectuosos y generosos, oh amigos queridos, si sabéis de alguien cuya suerte ha sido, por escrito o de palabra, ayudaros a obrar así en alguna medida; si alguna vez os dijo lo que sabíais sobre vosotros mismos, o lo que no sabíais; si ha sido capaz de discernir vuestras necesidades, o vuestros sentimientos, y os ha consolado con ese discernimiento; si os ha hecho sentir que había una vida más alta que esta vida de todos los días, y un mundo más brillante que este que veis; si os ha animado, si os ha tranquilizado, si ha abierto una vía al que buscaba, o aliviado al que estaba confuso; si lo que ha dicho o hecho os llevó a interesaros por él, y sentiros bien inclinados hacia él; a ese, recordadle en los tiempos que han de venir, aunque ya no le oigáis más, y rezad por él para que sepa reconocer en todo la voluntad de Dios y para que en todo momento esté dispuesto a cumplirla (Ibídem, p. 232).

Estas palabras cargadas de la emoción del momento y ante el panorama aun obscuro para él, mantienen un precioso elenco de las diversas maneras como Newman se acercó hasta entonces a las almas como pastor, para ayudar, aconsejar, guiar, consolar, animar, tranquilizar, y abrir horizontes de fe y de amor a Jesucristo y a su Iglesia.

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John Henry Newman, Sermones Parroquiales, volúmenes 1 al 8, Editorial Encuentro, Madrid 2015, traducción de Víctor García Ruiz.

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