«La filosofía religiosa de John Henry Newman» por Maurice Nédoncelle

«La filosofía religiosa de John Henry Newman» por Maurice Nédoncelle

Maurice Nédon90607celle publicó en 1946 su tesis en teología que defendió en la Universidad de Estrasburgo bajo el título “La philosophie religieuse de John Henry Newman”. Ese mismo texto, con ligeros cambios, había aparecido el año anterior a modo de introducción a la obras filosóficas de Newman publicadas por la editorial Aubier de Paris. Dicho texto era una selección de obras de Newman traducidas por Salomon Jankélévitch, padre del más adelante conocido Vladimir. En todo caso, ambas publicaciones, prácticamente idénticas, son citadas frecuentemente en cualquiera de sus versiones por los estudiosos de Newman. De hecho, como ya he mencionado en otro lado,[1] se puede decir que el estudioso contemporáneo de Newman se encontrará tarde o temprano con referencias a la obra de Nédoncelle.

Así que resulta interesante publicar aquí al menos una parte de la mencionada tesis. La introducción, que es lo que aparecerá enseguida, es una semblanza biográfica de Newman que Nédoncelle escribió con la intención de mostrar los rasgos sobresalientes del espíritu de Newman. No se trata pues de una biografía en sentido estricto, sino de algunos episodios de la vida del Cardenal que ilustren de la mejor manera los puntos más llamativos del genio de Newman.

El interés que tiene este relato se deduce de la lectura misma. Con todo pienso que es valioso hacer notar que de esta forma Maurice Nédoncelle sacaba a la luz las raíces espirituales que estuvieron detrás de la redacción de las obras más importantes de Newman. Es, en otras palabras, una pequeña pero sugerente semblanza que trata de explicar las razones espirituales, de genio y de temperamento, que motivaron a Newman a escribir lo que escribió y en el modo que lo escribió.

El texto que sigue es, pues, una parte de la “Introducción” de la tesis de Nédoncelle que lleva por título “Vie de Newman”, tal como aparece en la edición de 1946 de la editorial Sostralib de Estrasburgo y abarca las páginas 7 a 19. El resto de la “Introducción” la conforma un segundo apartado que lleva por título “Sources et caractère de la pensée newmanienne” (páginas 20 a 27). Aquí, sin embargo me limito a presentar la traducción del primer apartado que se refiere a la vida del Cardenal. En seguida el lector encontrará los primeros párrafos de dicho apartado, mientras que en posts sucesivos irán apareciendo los demás.

Pedro A. Benítez

La vida de Newman por Maurice Nédoncelle

I.

El mismo Newman escribió su vida en la Apología. No se trata de una biografía completa, pero esa narración ofrece la explicación de su conversión al catolicismo y aclara el conjunto de su obra. En esa misma perspectiva me gustaría colocarme para presentar los trazos principales de su itinerario espiritual.

Nacido en 1801 John Henry Newman fue criado en una familia burguesa liberal, dentro de la cual su naturaleza reflexiva y artística pudo desarrollarse armónicamente. Su sensibilidad precoz para lo bello, este rasgo de su espíritu pensativo, nos lo encontramos atestiguado en sus confidencias. “Me acuerdo estando en mi cuna —escribirá— de mis impresiones a la llegada de la primavera. Me desperté a causa de las fragancias que venían de fuera y de los ruidos y de la vista del campo, y sobre todo por el alegre zumbido de la hoz al cortar el pasto —que Milton había ya observado antes que yo… Me acuerdo cómo bajé la escalera sin prisas, pues fui poniendo ambos pies en cada escalón, y me dije: ‘¡esto es junio!’. Pero cuál era mi particular experiencia de junio y cómo es que era tan amplia como para ser materia de reflexión, realmente no lo sé”. (Carta a Helen Church del 19 de abril de 1876).[2]

A pesar de la cultura de Newman padre y a pesar del amor a la música que transmitió a sus hijos, el ambiente en casa era severo. Fueron educados en el culto a la Biblia y su anglicanismo sin ser calvinista, fue indudablemente de corte puritano. Esta educación, junto a la honestidad natural de su carácter, pueden quizás explicar que John Henry haya sido llevado, al inicio de su adolescencia, hacia un cierto tipo de racionalismo moral, donde el culto a la virtud corría el riesgo de sofocar la fe dogmática. De hecho leía mucho. Leyó por ejemplo a Thomas Paine, ese deísta jacobino que demolía vigorosamente las creencias cristianas en su libro titulado provocativamente La era de la razón. Sin sospecharlo siquiera Newman estaba en camino de convertirse en un pequeño kantiano: su religión se encerraba en los límites de la moralidad. Aunque también es cierto que Newman se rebajaba en las prácticas de un culto obscuro a los presagios y en un miedo supersticioso. De hecho se persignaba, tal como él mismo dice, al salir a la noche. Se trata de otro rasgo notable de su temperamento.

En suma, el centro de su conciencia era racionalista; pero en los alrededores subsistían las tendencias imaginativas que lo empujaban hacia sueños idealistas: se preguntaba si el mundo material no sería ilusorio y si los hombres no eran sino ángeles disfrazados. En breve, un sentimiento filosófico acerca de la fachada terrestre y una inquietud mágica ante lo desconocido: he aquí pues los contrapesos de su sequedad intelectual y moralizante que dominaba su espíritu.

 

II.

Dos eventos favorecieron la crisis interior que padeció mientras tanto. La primera fue la ruina de su padre, que era banquero, y cuya fortuna se perdió a consecuencia de Waterloo en 1815. La segunda fue la influencia de uno de sus profesores, el rev. W. Mayers, quien le puso entre las manos textos de piedad calvinista. Este eclesiástico pertenecía al grupo evangélico que quería renovar desde dentro la fe entibiada de los anglicanos, y por lo mismo había decidido no abandonar el anglicanismo establecido como lo habían hecho los metodistas.

Esta fue la primera conversión de Newman y él mismo le atribuyó siempre una importancia excepcional: “Uno difícilmente puede, a mi modo de ver, entender realmente o imaginar que antes y después del mes de agosto de 1816, el joven mancebo que yo era haya permanecido siendo la misma persona. Cuando tras setenta años recuerdo aquel pasado, es como si viera a otra persona” (Letters and correspondance of J. H. Newman, ed. A. Mozley, London 1903, vol. I, p. 19). Newman estuvo siempre atento a las mutaciones del alma, especialmente la suya. La identidad personal era para él un enigma. La historicidad de la existencia, el hecho de irnos haciendo en el tiempo y que una modalidad de nuestro ser brote de otra modalidad como la mariposa del capullo, he aquí algo que lo obliga a vincular el problema de la verdad al de la personalidad y el problema de la personalidad al del tiempo. Tal tema será, a grandes rasgos, uno de los más constantes en sus investigaciones especulativas: lo eterno no puede ser percibido en la creación sino a través de un crecimiento pedagógico y de un desarrollo. Su experiencia del alma lo libró de un racionalismo orgulloso y complacido. Newman tuvo, mucho antes que aparecieran las doctrinas de la evolución, la percepción del valor vinculado al devenir histórico; presintió eso que nosotros llamamos filosofías de la existencia, es decir, la necesidad de una perspectiva a la vez personal y temporal en la búsqueda de la verdad.

¿Ha sido este shock a los quince años una conversión? Me parece que fue sobre todo un descubrimiento, el descubrimiento de un Dios vivo. El Ser supremo no es sin más un simple centro de referencia intelectual, sino una Persona misteriosa que sostiene nuestra propia persona y a la cual podemos responder por la oración. No es sin más el Dios del cual disponemos cuando solucionamos en solitario nuestros propios problemas, sino el Señor que dispone y contiene nuestro misterio. Si uno duda sobre la originalidad de tal actitud, basta imaginar la época en la que Europa redujo poco a poco la teología a partir del Renacimiento. En vez de buscar en nosotros la imagen de Dios, esa época se formó un Dios a imagen del intelecto humano. A veces rebajando el infinito al nivel del mundo y diluirlo en él completamente. Así desde Jakob Böhme hasta los postkantianos. A veces, en cambio, marginando a Dios más allá de las ridículas cuestiones acerca de nuestro destino: se trata del Dios pálido de los deístas, el fantasma inaccesible e indiferente que flota en el horizonte del Cándido o del Micromegas.[3] Esta oscilación trágica entre el Señor demasiado cercano y el Señor demasiado lejano, pero siempre demasiado humano, también la conoció Inglaterra. Se trata en todo caso más de una expulsión de Dios que de un hipótesis de un dios finito; es un subterfugio del racionalismo en ciernes. A todas estas teologías, sea que vengan de Hume o de Paley o del Continente, Newman les opondrá el muro del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. He aquí el elemento perdurable de su conversión, la nueva atmósfera en la que se moverá su espíritu. Con ello estarán mezclados elementos caducos y en particular la creencia calvinista en la predestinación. “La cual conservé hasta mis veinte años, época a partir de la cual se fue desvaneciendo gradualmente” (Apologia pro vita sua, p. 4).

[1] Pedro A. Benítez, «Maurice Nédoncelle, A Newman Scholar,» Newman Studies Journal 11, no. 1 (Spring 2014).

[2] En el texto de Nédoncelle la referencia está equivocada.

[3] Hace alusión a las dos obras de Voltaire. Cándido publicada en 1759 y Micromegas en 1752.