2018

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La Newman Assocition of America organiza cada año un encuentro académico en distintos puntos de la geografía de Estados Unidos. Desde hace dos años, la NAA otorga las becas Fr. John Ford para jóvenes interesados en la persona y el pensamiento en John Henry Newman, con el fin de que participen también en estos encuentros que cada vez van siendo más internacionales.

En esta ocasión, uno de estos jóvenes becados fue Robert Kirkendall, quien estudia teología, está casado y tiene una pequeña y encantadora hija. Lo más sorprendente de esta edición de 2018, que se llevó a cabo en el Benedictine College, Kansas, fue que se reunió un nutrido número de intelectuales conversos que habían descubierto la doctrina de la Iglesia Católica a través de su acercamiento a Newman.

Robert comenta que Chesterton, cuando se le preguntaba ¿por qué era católico?, comentaba: Es difícil responder a esta pregunta, pues hay diez mil razones, pero todas ellas se resumen en una sola razón: porque el catolicismo es verdadero (Cf. G.K. Chesterton, “Why I Am a Catholic,” in G.K. Chesterton: Collected Works, Vol. III, San Francisco: Ignatius, 1990, p. 125). Robert nos hace ver que, en nuestra época, resulta aún más difícil responder a esta misma pregunta, porque la gente demanda respuestas inmediatas y explicaciones directas en un minuto, y por si eso fuera poco, lamentablemente olvida en seguida nuestra respuesta.

La unidad de la fe católica es difícil de comunicar por esta razón; por lo tanto, comunicar las razones de la conversión a ella, a través de todos los giros del tiempo, las emociones y la lógica, es aún más difícil. Significa aprehender algo como un todo que, aunque sus partes puedan ser explicadas de alguna manera, en su totalidad elude la comprensión completa y la expresión en palabras. Chesterton describe este fenómeno desde un punto de vista intelectual, al igual que el conocido relato que describió John Henry Newman sobre su conversión al catolicismo en su libro titulado Apología Pro Vita Sua. Las palabras que dejó escritas en el punto 1 del capítulo 4 en el que narra el final de su proceso de conversión entre los años 1841 y 1845, se refieren al papel que jugó, no sólo la inteligencia, la lógica, sino su voluntad:

Toda la lógica del mundo no me habría hecho avanzar más rápido hacia Roma de lo que lo hice; también podrías decir que he llegado al final de mi viaje, porque veo la iglesia del pueblo delante de mí, como aventurarme a afirmar que las millas, por las que mi alma tuvo que pasar antes de llegar a Roma, podrían ser aniquiladas, a pesar de que tenía una visión mucho más clara de la que tenía entonces: Roma era mi destino final. Las grandes acciones toman tiempo.

La metáfora que utiliza Newman para referirse, en este caso, a los actos de la voluntad es la de un viaje: en cada punto del camino, hay un tipo limitado de conocimiento que nos va acercando a nuestro destino. Hay un territorio que debe pisarse, que no se puede apresurar o aislar de la caminata más grande, y sobre el cual se debe pisar con cautela, discerniendo constantemente el camino y la meta. Este es, por supuesto, el viaje perpetuo de todos los hombres que están llamados a la comunión con Cristo.

Robert continúa hablando de su propio camino: “Hacia el año de 2011, yo fui siendo cada vez consciente de que Roma era mi destino, más concretamente cuando conocí a Newman a través de su poesía. En esta andadura, Newman resultó ser un compañero de viaje confiable.

“Fui criado como protestante evangélico, y mi amorosa familia me enseñó a amar a Cristo, a amar a los demás, a dedicarme a las Escrituras y estudiar teología. También desarrollé un gran amor por la poesía, especialmente la de T. S. Eliot, Dante, Hopkins, John Donne, George Herbert y John Milton. Poco a poco descubrí que todos mis poetas favoritos eran católicos o anglicanos (ignorando el sectarismo de Milton).

“Mientras asistía a una universidad bíblica protestante y estudiaba poesía, me topé con el Sueño de Geroncio de Newman. Mirando hacia atrás, comprendo ahora que este poema fue lo primero que picó mi corazón en una dirección católica. Me conmovió e inspiró lo que no sabía en ese momento, pues eran las representaciones del dogma católico: la intercesión de los santos, los Últimos ritos y la extremaunción, el purgatorio, la cooperación del hombre con la gracia de Cristo para la salvación, la penitencia y así sucesivamente. Me llamó especialmente la atención la estructura del cielo, que el alma de Geroncio atraviesa en su camino a Dios después de su muerte: era un palacio formado por coros de ángeles. La misma arquitectura del cielo era alabanza, y el fin y la meta era la unión de un alma individual con Dios, su matrimonio con Dios. Nunca me había sentido tan conmovida por la idea de que cada alma está destinada a la comunión eterna con el Padre de una manera tan real.

En el transcurso de los siguientes cinco años, mientras mi corazón y mi mente se conmovían con las enseñanzas católicas, en la conversación con los amigos católicos y la vida en las parroquias católicas, sentí la necesidad de alinear mi voluntad con mis emociones y mi intelecto, de la misma manera como lo hizo Newman.

Mi esposa y yo éramos anglicanos. Llevábamos tres años de casados. Durante ese tiempo me animaron a estudiar para recibir las Órdenes anglicanas, pues como es sabido, la Iglesia Anglicana permite que el clero no sea célibe. Mientras estaba en el seminario, un día vi el nombre de Newman en una librería y recordé lo conmovido que me había sentido con la lectura de su poema en mis años de la universidad. En otra ocasión, escuché hablar de Newman y su conversión del anglicanismo al catolicismo; en el fondo, yo sabía que ese sería también mi camino algún día. Recogí el libro y me encontré leyendo un ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, que describe todos los aspectos de la Iglesia Católica; él hace la analogía de que sus enseñanzas son como el conteniendo de una semilla viva, que va crecimiento en Cristo, a través de los Apóstoles, de los Padres de la Iglesia, de los Teólogos medieval, y que sigue creciendo, también en nuestros días. Con Newman, vi claramente que la Iglesia Católica es de hecho la misma Iglesia que Jesucristo instituyó hace más de 2,000 años, y que yo, como anglicana, formé parte de una secta cismática que, aunque conservaba para nosotros gran parte de la gracia de Dios a través de las Escrituras, los mandamientos, las formas eclesiales y la adoración, en última instancia, debíamos estas cosas a la herencia recibida de la Iglesia Católica, manifestadas todas ellas bajo la Sede de San Pedro.

Leer a Newman era como mirar los dominós caer hacia Roma; en la medida en que leo sus escritos, más me alejo de la posibilidad de no ser católico. Leí la Gramática del asentimiento, que me ayudó a explicar mi propia experiencia de asentimiento o aceptación del dogma católico. Leí sus novelas, poemas y sermones, que abrumó mi corazón a las verdades católicas, así como a la persona del Beato John Henry Newman. Leí la Idea de una Universidad, que me mostró las raíces católicas de la universidad y la educación, así como la primacía fundamental de la teología detrás de toda empresa académica y epistemológica. Y, por supuesto, leí la Apología Pro Vita Sua, que hizo que mi amor por Newman fuera más profundo y creció mi gratitud por todas las gracias ofrecidas por Dios a través de la Iglesia Católica. En mi segunda lectura de la Apología de Newman, me di cuenta de que ya no podía, con buena conciencia, hacer votos a las santas órdenes anglicanas, y que tenía que convertirme al catolicismo.

Gloria a Dios, más o menos al mismo tiempo que mi esposa estaba lista para convertirse conmigo, pero esa es una historia diferente. «Los grandes actos toman tiempo». Leer a Newman fue y es como estar acompañado por un buen amigo en un viaje, y espero que este testimonio ayude a la causa de su canonización. Sus libros sacaron de mí lo que yo ya sabía en el fondo de mi alma. Indujeron un «asentimiento real» de mi mente, mi corazón y mi voluntad para acoger la verdad de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, como el Cuerpo y la Esposa de Cristo, esperando la plena comunión de la Resurrección. Si bien hay muchas otras dimensiones en mi conversión, la compañía de Newman sigue siendo vital.

Leer a Newman fue como conocer a un amigo, un amigo con el que me fui uniendo gradualmente, en el vínculo de la caridad con todos los santos. A través de Newman, descubrí que es la amistad con los santos, con hombres y mujeres santos, es lo que abre a la gracia de Dios. ¿Y qué es esta gracia a la que somos llamados, y a la cual nos abrimos gradualmente a través de santas amistades? Es la forma más alta de amistad que podemos imaginar: la unión con Dios, la incorporación a su Hijo. Newman es más apto para describir esto: «El corazón se alcanza comúnmente, no a través de la razón, sino a través de la imaginación, por medio de impresiones directas, por el testimonio de hechos y eventos, por la historia, por la descripción. Las personas nos influyen, las voces nos derriten, las miradas nos someten, las obras nos inflaman. Muchos hombres vivirán y morirán con un dogma: ningún hombre dará su vida como mártir por una conclusión. Una conclusión no es más que un proceso mental; no es una cosa real» que se pueda amar en sí misma. (J. H. Newman, www.newmanreader.org/works/arguments/tamworth/section6.html “Secular Knowledge Not a Principle of Action”, The Tamworth Reading Room in Discussions and Arguments. Pittsburgh, PA: Newman Reader, The National Institute for Newman Studies, 2007.

 

La intuición de Newman ilustra la practicidad de la comunión de los santos y el fin divino hacia el cual se esfuerzan los cristianos. Las personas santas nos animan y nos aguijonean, y las tres Santas Personas de la Santísima Trinidad son nuestra meta. La gracia que Dios nos ofrece es el regalo de su propio Ser, su misma Persona; o, como Newman lo pone en su himno «Alabanza al Lugar Santísimo»: «La Presencia de Dios y su Ser Mismo / Y la Esencia todo divino.» Las amistades santas nos inclinan a esta gracia porque, en una bendita hueste de santos y ángeles, el amor de Dios que es «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Romanos 5: 5) es el vínculo común que une esas amistades. John Henry Newman fue un regalo para mí en su propio yo, y porque me presentó a otras personas santas, y un nuevo panorama de posibilidades en mi viaje hacia la vida eterna.

Traducción y glosa de Rosario Athié

15 de agosto de 2018

 

PARTE 2:

 

“La Eucaristía y mi conversión”
Parte 1: La disponibilidad perpetua de Jesucristo

No fui criado para creer en la verdadera presencia de Cristo en la Eucaristía, ni fui
criado como católico. Sin embargo, como protestante evangélico, siempre tuve un
deseo serio de experimentar verdaderamente a Dios a través de la oración, las
Escrituras y la adoración. Me despertaba en medio de la noche para orar, pasar
largas horas leyendo las Escrituras, asistiendo a estudios bíblicos y tocando
música para los servicios de la iglesia. Cuando tenía cuatro años, mis padres me
ayudaron a rezar una oración que entre algunos protestantes se considera que
garantiza la salvación: aceptar a Jesús en mi corazón.
Cuando tenía siete años, mi padre me bautizó, un recuerdo que siempre aprecio.
Cuando tenía diez años, comencé a sentir un gran temor de que mi oración en la
que deseaba aceptar a Jesús no hubiera sido suficiente para salvarme, o temía
que hubiera pecado ya desde entonces, o que no me lo hubiera tomado lo
suficientemente en serio, así que me arrodillé en mi habitación, en el medio de la
noche, y le pedí a Jesús que volviera a mi corazón, si es que no hubiera servido
mi última oración, o si lo había perdido por algún pecado o error desconocido.
Cuando era joven, me consagré a Dios con el fin de prepararme lo mejor posible
para experimentar la verdadera presencia de Cristo en mi vida, sin embargo, quizá
estos temores me condujeron a una escrupulosidad excesiva, dada la base
puramente subjetiva del enfoque protestante en la salvación mediante una sola
oración, carente de fundamento objetivo de la salvación, mediante la fusión de
voluntades humanas y divinas en la obra del Espíritu Santo, a través de la
recepción de los sacramentos.
Al final de la escuela secundaria y al principio de la universidad, estaba cada vez
más insatisfecho con mi experiencia en las iglesias evangélicas a las que acudía,
especialmente en lo que se refiere al culto. Mi padre era pastor, y me inculcó un
gran amor por las Escrituras, la teología y la oración. Me interesaba especialmente
la idea de la Encarnación, ese gran misterio de Dios convertido en hombre. Sin
embargo, algo comenzó a inquietarme respecto a las iglesias de las que yo era
parte. En respuesta a un misterio tan grande como la Encarnación, el culto se
reduce simplemente a cantar canciones y a escuchar un sermón que se sentía
barato. En el fondo, sentí que faltaba algo. Si Dios verdaderamente se hizo
hombre, me pareció que la gran profundidad de esta realidad debería reflejarse en
las iglesias, especialmente en la adoración, que debería hacerse con una mayor
fuerza. Pero realmente no sabía lo que esto significaba.

En la universidad, pasé por lo que yo llamaría, utilizando el lenguaje de San Juan
de la Cruz, una "noche oscura del alma". Durante los años previos había
disfrutado de una relación con Cristo vívida intensamente. Cuando estaba solo o
daba un paseo, aquellos momentos tenían un sentido vivido, reconfortante y
duradero, percibía que Cristo estaba conmigo, me estaba apoyando, me estaba
hablando en el fondo de mi alma. Pero en la universidad ese sentimiento se
esfumó y en su lugar, especialmente en mi tiempo diario de mi silenciosa oración,
parecía estar ante el silencio helado de un muro blanco y amenazador. Parecía
que Dios había retirado su presencia de mí, y no podía hacer nada más que seguir
los movimientos de mis hábitos diarios de oración y devoción, que comenzaban a
carecer de sentido, vacíos de su presencia.
Unos años más tarde, después de mi graduación y mi matrimonio, las cosas
comenzaron a cambiar lentamente. Mis estudios de historia de la iglesia, la
teología y las Escrituras me ayudaron a profundizar y a tener una mayor
conciencia de la creencia cristiana ortodoxa, así como de la herencia apostólica y
católica, comenzada en Cristo, que se extendió incluso a nuestra propia era. Me
atrajeron especialmente las obras de los Padres del Desierto y la espiritualidad
monástica, y me encontraba cada vez más atraído por poetas, novelistas y
teólogos católicos. Yo seguí experimentando una inexplicable frustración en la
iglesia protestante a la que asistía, pero estaba desarrollando un mejor
vocabulario teológico para describir mi inquietud: comencé a pensar que la lógica
de la Encarnación y el impulso de la historia bíblica deberían afectar la forma del
culto, que debía ser más profundo. Sentía la necesidad de alterar radicalmente la
forma en que, como protestante, fui instruido para ver a la iglesia. Recuerdo
vívidamente una conversación particular que tuve con un líder de adoración con el
que toqué música. Estaba frustrado porque, el domingo anterior, la congregación
no rompió en una adoración más apasionada y emocionada cuando se alcanzó un
clímax dramático y emocional en el coro de una canción en particular. Dijo que
estaba tratando de pensar en una mejor manera de desafiar y consolar a las
personas: llamarlos a un culto más ferviente, sin ofenderlos sugiriendo que no
estaban adorando lo suficiente. Recuerdo que lo que le dije me sorprendió incluso
a mí. Respondí: "Me incomoda la idea de que debamos usar la música para
manipular a las personas en la adoración y que interpretemos si adoran bien o no,
simplemente por sus gestos externos. De hecho, encuentro que lo que realmente
necesito en un domingo, para ser desafiado o consolado, sucede en mí por la
acción de Cristo cuando recibo la comunión”. Mi comentario fue devuelto con
miradas en blanco, y la conversación se desvió rápidamente a otros asuntos. Pero
creo que ese comentario realmente lo hizo Dios hablando a través de mí y
dirigiéndose a una sola persona: a mí mismo. Dios me estaba llevando a una
conciencia más profunda de que la comunión, la Eucaristía, es el verdadero centro
del culto cristiano y la vida cristiana.

En mayo de 2014, las cosas cambiaron drásticamente. Viví lo que podría llamarse
mi experiencia de San Pablo en el camino a Damasco, esta vez con la Eucaristía.
Seguí buscando la presencia de Dios en la oración, en el estudio y en las
Escrituras, y seguí sintiéndome frustrado por mi experiencia en las iglesias
protestantes. Mi viejo amigo James, que fue quien se encargó de la ceremonia de
mi boda, me invitó a quedarme con él en Pittsburgh, donde estaba trabajando en
su doctorado. Disfruté de ver la ciudad y la universidad, y conocer a sus amigos.
Pero nunca podría haber esperado que un acto de fe simple y humilde que James
realizó esa semana cambiaría mi vida. James, procede de una familia practicante
católica y me llevó con él al Oratorio de San Felipe Neri en Pittsburgh para que
pudiera recibir el Sacramento de la Reconciliación. Sin embargo, algo significativo
me sucedió mientras estaba sentado en la capilla esperando que él entrara al
confesionario. Me sorprendí imaginando torpemente a todas las personas que
entraban en el pequeño cubículo de madera oscura y susurraban pecados
privados a un sacerdote. Me pregunté cuán ansiosos debían estar sintiéndose
mientras esperaban en la fila. Las puertas se abrieron y cerraron cuando cada
penitente absuelto salió, y entró un nuevo penitente. Vi a una persona salir de la
cabina del confesionario, y notó que inmediatamente fue a un banco, se arrodilló,
se santiguó y comenzó a orar. Me di cuenta de que esto era algo que yo también
podía hacer: esta capilla era para orar.
Entonces, dirigí mi mirada hacia adelante y comencé a orar. No recuerdo nada por
lo que oré; todo lo que recuerdo es que mis ojos se vieron repentinamente
atraídos por una explosión dorada de sol sobre el altar, una custodia de metal
barroco con rayos dorados y blancos que emanaba de un solo punto, sostenida
por un soporte. Pensé en lo hermoso que era el estallido del sol y miré más de
cerca. Noté que una oblea de comunión blanca descansaba dentro de un círculo
central en medio de la explosión dorada del sol. En ese momento, muchos de mis
estudios sobre la doctrina católica, las lecturas de la teología católica y
especialmente mi lucha de por lograr una vida de oración íntima con Dios llegaron
rápidamente a una frase que, inaudible pero obviamente en lo más profundo de mi
alma, me impresionó. Estas palabras que creo me fueron dadas por Jesucristo
como un regalo: "Siempre estoy disponible para ti aquí". Por alguna razón, esas
fueron las palabras que necesitaba: una expresión de la disponibilidad perpetua de
Dios para el hombre en el Bienaventurado. Sacramento, la Eucaristía. Y, por
supuesto, por "aquí", entendí que no solo quería decir en el Oratorio de Pittsburgh,
sino en todas partes que su verdadera presencia residía en una Hostia
consagrada. En ese momento, fue como si la última pieza de un rompecabezas,
que hacía que el resto del rompecabezas tuviera sentido, se insertara en mi alma,
e inmediatamente sentí que todas las demás enseñanzas católicas deben ser
verdaderas a la luz de la suprema y sublime enseñanza de la presencia real y
sustancial de Cristo en la Eucaristía: los sacramentos, las órdenes sagradas, el
Magisterio, la comunión de los santos, la Santísima Virgen María y otras doctrinas
me parecieron necesarias e integralmente conectadas con las realidades

derivadas de la única realidad de que el mismo Cristo, verdaderamente presente
en el sagrario, es el centro literal de la adoración cristiana.
Durante esa temporada, James asistió a Misa regularmente en este Oratorio, y
también me llevó a Misa allí al día siguiente.
No entendí todas estas cosas en toda su profundidad, y me tomó años de estudio,
oración y conversación para entender completamente lo que me sucedió. Pero en
ese momento, aunque no sabía que me encontraba ante la Adoración del
Santísimo Sacramento, intuí la verdad de la Iglesia Católica, me sentí
ineludiblemente atraído a estar en comunión con el Señor Eucarístico en mi
corazón, y sabía que llegar a ser católico era una parte incuestionable de mi
futuro. Después de ese día, mi corazón latiría más rápido cuando pasaba o
ingresaba a una iglesia católica, sabiendo que el Señor reposaba en el
tabernáculo. Mi corazón saltó de alegría ante la verdad de la Eucaristía, pero me
tomó algunos años más para que mi mente, mi voluntad y mi esposa lo siguieran.
Todavía pasé otros 3 o 4 años asistiendo a las iglesias protestantes; pero, cada
vez que me encontraba desconectado de la adoración del domingo o aburrido por
otro sermón incoherente, presentaba ante mi mente la Custodia con el Señor
Eucarístico, y me encontraba adorando "en espíritu y en verdad". Realmente había
encontrado lo que había hallado lo que faltaba en mi vida con el culto cristiano: la
Presencia Real de Cristo, a lo que los fieles responden con reverencia, servicio y
obediencia. Muchas personas discuten la adoración como si su significado fuera
simplemente: por un lado, una cuestión de estimulación emocional especialmente
a través de canciones; por otro, una cuestión investigación intelectual,
especialmente a través de los sermones. Sin embargo, ambas necesidades se
satisfacen verdaderamente en la Eucaristía, que Romano Guardini, en su libro
Meditaciones antes de la Misa, llama un "acto sagrado".
Dios ratificó lo que Jesús instituyó. Al hombre no le corresponde crear o
determinar, su tarea es obedecer y actuar. Además, la institución de la Eucaristía
se confía a una autoridad especial para su protección y guía. Especialmente en la
adoración, nuestra respuesta a la verdadera presencia de Cristo como Rey, Sumo
Sacerdote y Señor implica una acción y obediencia de importancia primordial. El
signo de nuestra sumisión a la entrega divina es nuestra sincera obediencia a
Cristo nuestro Rey; y Sumo Sacerdote, a través de nuestra participación alegre,
ferviente, correcta, obediente y humilde en la Misa, donde Él mismo ha prometido
venir de nuevo y quedarse entre nosotros.

Conversando con Robert Kirkendall.
“La Eucaristía y mi conversión”
Parte 1: La disponibilidad perpetua de Jesucristo
Parte 2: 'Lo que la Verdad ha dicho, es la verdad sostengo'

En la primera parte he narrado la historia de mi reconocimiento de la verdad de la
Eucaristía; otra historia emocionante es la que las Escrituras cuentan acerca de
cómo Jesucristo vino a eliminar el antiguo sistema de adoración, consagrado en el
sistema sacrificial de Israel, e instituyó la forma de adoración del Nueva Alianza en
el Nuevo Templo de su Cuerpo. De hecho, vale la pena leer toda la historia de las
Escrituras con nuevos ojos a la luz del hecho de que la manera en que los
cristianos adoran, y el don que Cristo nos dio para adorar a su Cuerpo y Sangre
de una manera muy específica, es un componente esencial del Evangelio.
Desde la esencia misma del Evangelio surge la pregunta "¿cómo deberían adorar
los cristianos?" Su respuesta es completamente central en el Evangelio, ya que se
trata de cómo El Rey y Sumo Sacerdote, Jesucristo, desea conducir y ordenar el
culto en su Reino, la Iglesia, y finalmente nos lleva a la adoración celestial eterna,
de la cual nuestra presente adoración es un anticipo.
Al considerar la realidad de la verdadera y milagrosa presencia del Señor en la
Eucaristía, es importante comenzar con una confianza sencilla, de niños, ante la
verdad de las palabras de Jesucristo que están "llenas de Espíritu y vida" (Juan 4:
6-30). Jesucristo dijo muchas cosas que nos pueden resultar extrañas, oscuras y
misteriosas. Algunas de ellas fueron expresadas a través de parábolas que él no
explicó; otras parábolas, en cambio, sí nos llegó su explicación. Muchas cosas las
dijo como actos que expresaban su autoridad, declaraciones divinas, decretos
definitivos: por ejemplo, infundir en sus Apóstoles el Espíritu Santo, predecir la
negación de San Pedro, predecir la traición de Judas, predecir su propia muerte y
Resurrección, al describir los últimos días y el juicio final. Cristo es la Palabra de
Dios; él es el Logos, la misma Eterna Razón Creativa, y ​​las palabras que expresó
Jesucristo, Dios y hombre verdadero, aunque fueron expresadas como ser
humano, llevan el peso de su gloria divina, especialmente desde que vino a
cumplir la Antigua Alianza establecido con los Israelitas, a través de una Nueva
Alianza con el Padre, siendo Jesucristo su auténtico portador. Sin embargo, un
mensaje especial que Cristo enseñó y que, desde que la pronunció por primera
vez, ha dividido a sus seguidores y ha causado que muchos le abandonen. En el
capítulo 6 de Juan, Cristo pronuncia el discurso del "pan de vida", que incluye una
de las muchas veces que en el Evangelio utiliza la expresión "Yo soy" que los

judíos reconocían como el modo como Dios se denomina a sí mismo. Pero a
diferencia de algunos otros pasajes, termina con una explicación inequívocamente
literal: "En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y
bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es
carne en verdad; y mi sangre, en verdad, es bebida. El que come mi carne y bebe
mi sangre, permanece en mí y yo en él "(Juan 6: 53-57). Cristo usa un lenguaje
superlativo y repetido que adquiere el carácter de un voto: "amén", "en verdad",
"come", "vida". La palabra griega para "comer" que usa aquí se refiere no a la
digestión en general, sino al acto físico de masticar: fagéin.
Estas palabras guardan una íntima relación con la Institución de la Eucaristía
durante la Última Cena, en la que dijo del pan: "Este es mi cuerpo", y dijo del vino:
"esta es mi sangre", y se los dio para comer y beber, ordenándoles, que lo hicieran
con la frecuencia, que realicen esta cena ritual en su recuerdo (Lucas 22: 19; 1
Corintios 11: 24). La palabra "remembranza" en griego, hebreo y latín no sugiere
un mero acto cognitivo de recordar algo; por ejemplo, la palabra hebrea, zikaron,
para referirse a la Pascua, sugería una recreación real del evento del Éxodo,
sugiriendo que los participantes en la comida ritual de alguna manera
experimentaran ese evento de manera vívida, nueva y espiritualizada. Igualmente,
el lenguaje que utiliza Cristo contienen un mandato de algo que debe realizarse
regularmente, un ritual conmemorativo, un acto en el que los participantes pueden
unirse al evento único de la Pasión de Cristo, su muerte y Resurrección.
Entonces, la participación real en el sacrificio de Cristo, recreada en la Eucaristía,
es el centro de la adoración cristiana. Dios no solo quiere salvar al hombre del
pecado, sino que también quiere devolverlo a la relación correcta con él, que se ve
como adoración, alabanza y adoración en su grado más completo. Es por eso que
el sistema de sacrificios de ofrecer un animal elaboradamente, rociar sangre y
consumir los restos era tan importante para Israel. Pero Cristo vino a cumplir eso,
y a ofrecer una ofrenda nueva y perfecta para ser el centro de nuestra adoración:
Él mismo, su Cuerpo y su Sangre. Su sacrificio en la cruz está disponible, se
ingresa místicamente, cada vez que su Cuerpo y su Sangre se ofrecen como
sacrificio en cualquier Misa en el planeta Tierra. La Eucaristía es la forma de
adoración cristiana que Cristo nos dio. De hecho, es interesante que el único lugar
en los Evangelios cuando Cristo usa la frase "Nueva Alianza" es cuando está
bendiciendo la copa de vino como su Sangre en la última cena: "esta copa es la
Alianza en mi Sangre, que derramada por ti y por muchos "(Lucas 22:20, 1
Corintios 11:25).
A la luz de todos estos textos sagrados hemos de confiar plenamente en las
palabras de Cristo, quien afirma contundentemente que ESTO su Cuerpo. Él sabía
que una enseñanza de tal naturaleza, siendo real y definitivo, resultaría difícil de
comprender, por ello utilizó un lenguaje increíblemente fuerte y no ofreció

entonces otra explicación. Este es el tema de la segunda estrofa de un famoso
himno de Santo Tomás de Aquino, Adoro te Devote:
Visus, tactus, gustus in te fallitur,
Sed auditu solo tuto creditur.
Credo quidquid dixit Dei Filius;
Nil hoc verbo Veritátis verius.
La vista, el tacto, el gusto se equivocan,
más el oído asenso fiel provoca.
Con gran firmeza creo cuanto dijo
la verdad infalible de Dios Hijo.
Después, en el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, leemos que Cristo dijo que
uno debe comer su Cuerpo y beber su Sangre para tener vida, y la reacción de su
audiencia fue impresionante, pues aproximadamente la mitad de sus discípulos se
marchan pues interpretaron que se trataba de una ridícula enseñanza caníbal.
Luego Jesús se dirige a sus apóstoles y les pregunta si también se irán; Simón
Pedro responde: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna
"(Juan 6: 68). Cristo, la Palabra, nos dice palabras que son vida, destinadas a
llevarnos a la forma más elevada de adoración: recibir su verdadero Cuerpo y
verdadera Sangre en nuestra lengua. En el misterio de la incorporación a su
Novia, la Iglesia, también nos convertimos en lo que recibimos. Nos convertimos
en Cristo, y llevamos su presencia al mundo en nuestros propios cuerpos, cada
comulgante como una pequeña custodia que lleva la paz y la presencia del Señor
al mundo. Nuestra simple confianza en las palabras de Cristo -que el pan es su
Cuerpo y que el vino es su Sangre- puede generar un inmenso poder espiritual,
puede vencer muchas tinieblas y el mal, y puede abrirnos a una vida presente de
bendición, y a un eterno viaje "de gloria en gloria" (2 Corintios 3:18). Este viaje
tiene el destino final de la unión plena entre Dios y su Esposa, la Iglesia:
incorporación verdadera y perfecta de la humanidad a la Santísima Trinidad, por la
Sangre de Cristo, a través del Espíritu Santo, al Padre.
Pero estas alturas de gloria no se pueden alcanzar sin, primero, el reconocimiento
humilde y simple del Cuerpo de Cristo en forma de pan, su Sangre como vino.
Cristo apareció humildemente como un niño nacido de una pobre Virgen en una
cueva; y aún nos visita con mayor humildad, en silencio, como una pequeña oblea
destinada a ser consumida. Él es el miembro más frágil y humilde que aparece en
nuestra Misa dominical, destinado a ser manipulado, desmayado, comido. De esta
manera, Cristo desea ser, a través de la forma correcta de las oraciones del
sacerdote, siguiendo las instrucciones dadas por Cristo en la Última Cena, y por el
poder del Espíritu Santo, el centro literal de nuestra adoración, presentándonos un
milagro tan glorioso como la creación del mundo, tan glorioso como la

Encarnación misma. La parte del culto cristiano del que carecen los no católicos
es el reconocimiento de la acción milagrosa de Dios que para busca la relación
con el hombre en la Encarnación, que no se detuvo con la muerte de Cristo, sino
que se continúa en la Eucaristía, lo que requiere de nuestro consentimiento
intelectual. Dios continúa buscando al hombre, y lo busca al perfeccionarlo
realmente, al llegar sustancialmente a su cuerpo, a su persona, a la Iglesia, a la
Eucaristía. San Justino Mártir, ya en los 150 d. C., comparó esta enseñanza sobre
la Eucaristía con la Encarnación, en su obra La primera apología, capítulo 66:
Y esta comida es llamada entre nosotros Eucharistia [la Eucaristía], de la cual
nadie puede participar, sino el hombre que cree que las cosas que enseñamos
son verdaderas, y que ha sido purificado con la remisión de los pecados y para la
regeneración, y quien está viviendo como Cristo lo ha ordenado. Porque lo que
recibimos, no es un pan y una bebida comunes, sino se trata de aquello que
Jesucristo dijo nuestro Salvador, quien habiendo sido hecho carne por la Palabra
de Dios, tenía carne y sangre para nuestra salvación, así también nos han
enseñado que el alimento que es bendecido por la oración de Su palabra, afecta
también nuestra sangre y carne mediante la transmutación, pues se nutren de la
Carne y la Sangre de ese Jesús que “se hizo Carne”.
La transubstanciación del pan y el vino en la Carne y Sangre de Cristo es análoga
a la Encarnación de Dios en esa misma Carne y Sangre; El Cuerpo y la Sangre
encarnados de Cristo están disponibles para los fieles cristianos en la Eucaristía.
Dios anhela encarnarse en nosotros, su Cuerpo, siendo consumido en pan y vino.
Como vemos en Juan 6, esta es una enseñanza difícil. Pero Cristo nos deja
garantía bíblicas e históricas para facilitar nuestra fe. Para aquellos que son
curiosos o escépticos, yo recomendaría, para comenzar, de la lectura lenta y
orante de Juan 6, de 1 Corintios 10-11 y los diferentes relatos de la Última Cena.
También se podría considerar la Primera Apología de San Justino Mártir, citada
anteriormente, escrita alrededor del año 155 D.C., como evidencia del desarrollo
histórico de la Eucaristía en el culto cristiano. En el Capítulo 66-67, San Justino
ofrece una descripción clara de cómo era la adoración cristiana más antigua; es
básicamente una descripción de una Misa católica, con un enfoque central en la
Eucaristía. Antes y después de leer estos textos, vaya a la Misa y medite en la
Eucaristía, la "fuente y cumbre de nuestra vida cristiana" (CIC 1324) el más
verdadero "sacrificio de alabanza" (Salmo 49: 14-16, Hebreos 13: 5) en el cual
Cristo, nuestro Cordero Inmaculado, se nos ofrece nuevamente al Padre por
nosotros y está completamente disponible para nosotros, como se expresa en las
bellas palabras del Catecismo:
“En el sacramento más bendito de la Eucaristía "el Cuerpo y la Sangre, junto con
el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por lo tanto, el Cristo
completo es verdadera, real y sustancialmente contenida". "Esta presencia se
llama 'real '- por el cual no se pretende excluir a los otros tipos de presencias

como si no pudieran ser' reales 'también, sino porque es presencia en el sentido
más completo: es decir, es una presencia sustancial por la cual Cristo, Dios y el
hombre, se hace total y completamente presente” (CCC 1374).
¿Por qué Dios hace esto? ¿Por qué se esfuerza tanto para hacerse total y
completamente presente? Por su infinito deseo de salvarnos, de estar con
nosotros, de perfeccionarnos, de darnos vida, de redimir al mundo.

 

Traducción y glosa de Rosario Athié

17 de septiembre de 2018

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