Recensión del libro: No diga Adiós a Dios. Razones para creer, de Rodrigo Figueroa Weitzman, ed. Monte Carmelo, Burgos, 2014.
Es un acierto literario el título de este libro “No diga adiós a Dios. Razones para creer”. Se trata de un juego de palabras que interpela al lector. Su largo subtítulo especifica lo que el autor se propone: Estudio filosófico sobre la racionalidad dela creencia religiosa, con énfasis en la teoría de J.H. Newman. En el primer capítulo analiza y describe el aporte de diversos autores que han profundizado en la noción de creencia religiosa (Kierkegärd, San Juan de la Cruz, Ratzinger, Von Balthasar, Paul Claudel, Edith Stein, Jaspers, Pascal, Pieper, Butler, Unamuno, Wittgenstein). Al convocar y pasar revista al aporte de estos importante pensadores cristianos, se quiere establecer, por así decir, el Status quaestiones sobre el que se destaca la insigne obra de John Henry Newman. Fue creado cardenal en 1879 por el Papa León XIII, murió en Birminghan el 11 de febrero de 1890, y en esa misma ciudad fue beatificado el 19 de septiembre de 2010 por Benedicto XVI, gran admirador del cardenal inglés. Ratzinger coincidiría plenamente con el de Newman cuando éste sostiene: “Yo sentía entonces, y he sentido siempre, que era una cobardía intelectual no encontrar una base racional para mi fe, y una cobardía moral no reconocer esa base”. Si bien la fe es un don de Dios, el contenido de esa fe no es absurdo ni irracional; y si el raciocinio no nos lleva a alcanzar la verdad, al menos nos enseña la dirección en que se encuentra. No es tarea de la razón ser causa de la fe, pero la razón sí puede atestiguar el carácter razonable de la creencia religiosa y declarar del todo sensato creer en Dios. Es verdad que el discurso humano es incompetente para abordar el tema de Dios, pero ello no significa que sea del todo inexplicable, sobre todo cuando se cree que Él es la fuente de la inteligibilidad de todas las cosas. Que la creencia sea razonable y verdadera no significa que sea del todo explicable y comprensible.
Dios no ha querido para nosotros evidencias irrebatibles, que pondrían en jaque a nuestra libertad, sino un sendero de muchos indicios, todos los cuales atestiguan en favor de su existencia: la creación, la conciencia, y de modo más explícito, la revelación. Newman otorga mucha importancia al testimonio moral de la conciencia y a la convergencia de posibilidades. Estos indicios de la existencia de Dios no logran aplacar el reclamo que exige y alega una manifestación más convincente y seguirá siendo un misterio cierto deseo de ocultarse. Pareciera preferir nuestra fe a una certeza incuestionable. En todo caso la presunta ausencia de Dios nunca será extrema, aunque su presencia no sea del todo evidente. Y si la razón y la ciencia se nutren de demostraciones, la fe lo hace por indicios que llevan a confiar y creer.
Sin embargo no basta con mostrar el carácter razonable de la fe. Se requiere de lo que Newman denomina “disposiciones”. “El mismo –Cristo- es el Autor y Fin de la fe, de la que es también el Objeto; pero, comúnmente, Él no implanta la fe en nosotros en forma repentina, sino que primero crea ciertas disposiciones, y éstas conducen a la fe como recompensa”. Para ver a Dios se requiere de esas disposiciones: pureza de corazón en el amor al prójimo versus el egoísmo, desprendimiento más que la codicia, la castidad versus la lujuria, la humildad antes que la soberbia intelectual. Sin esas virtudes es difícil ver a Dios pues el alma estará dominada por otros señores, siendo el más implacable el propio yo. Por ello, la fe pone en juego todas las disposiciones morales del corazón humano.
Newman fue un ardoroso buscador de la verdad, practicante de la verdad y un eximio defensor de la verdad: “Creo que lo que verdaderamente deseo es la verdad y donde quiera que la encuentre estoy dispuesto a abrazarla (…) Los que deliberadamente se niegan a formar su juicio sobre el más importante de todos los asuntos; los que se contentan con pasar por la vida permaneciendo en la ignorancia sobre quien nos la ha otorgado, y por qué, y cuál es su destino; los que se resignan a estar sin criterios de verdad y error en su conducta, sin norma ni medida para los principios, persona y hechos con que se encuentran cada día; a éstos, aun cuando a menudo lo reclaman, ningún cristiano concederá el nombre de auténticos filósofos”.
El pecado original, cuestión que comprobamos existencialmente, no sólo comporta debilidad de nuestra inteligencia y voluntad, sino que nos convierte en rebeldes no dispuestos a deponer nuestras armas y aceptar la revelación: “Nuestra resistencia a los principios de la fe, no proviene sólo de nuestro apego a los objetos sensuales y visuales, sino de un principio innato de rebeldía, que desobedece casi por ganas de desobedecer”. Que una verdad supere las capacidades y atribuciones de nuestra inteligencia, por su excesivo fulgor, no anula esa verdad, sino que sólo muestra las limitaciones de la razón humana. “Las garantías racionales en general no son el cimiento esencial de la fe, sino su recompensa; dado que la sabiduría es el último don del Espíritu, y la fe el primero”. Newman considera que la fe amplia y ensancha el horizonte de la razón, provoca “una expansión de la mente”. Pero no se trata sólo de una apertura intelectual a la revelación sobrenatural, sino que “la fe, desde el principio, produce hombres dispuestos, como el apóstol, a ser locos por Cristo. La fe se pone en marcha dejando a un lado los razonamientos porque están fuera de lugar, y propone a su vez la obediencia sencilla a un mandato revelado”. Destaca que se da una sencillez intelectual que trasciende sofisticadas elucubraciones intelectuales que puede poner cortapisas a lo que alguien con fe viva asume con confianza y sin tardanza. Es una actitud lejos de todo fanatismo: “El fanatismo declara que entiende lo que afirma, pero no lo entiende (…) toma una posición no religiosa, sino filosófica; exige que lo consideren como sabiduría”. Son gente que cree que Dios les ha instruido, y les pone una palabra en su boca. La verdadera fe no es fanática, aunque sea segura, apasionada e intensa.
Newman no deja de sostener que cuando la recta razón accede a la verdad, y entre esas verdades, a la primera y más suprema de todas, la de Dios, su consecuencia y recompensa es el sentido de la vida y la felicidad eterna.
Rodrigo Figueroa tiene un conocimiento exhaustivo de la abundante y heterogénea obra de Newman. No sólo de sus grandes libros Apología provita sua, The idea of university, El asentimiento religioso, sus ensayos Críticos e históricos, sus novelas, sino también los varios tomos de sus Sermones parroquiales y volúmenes sobre sus diarios y cartas, entre las cuales destaca la larga y sustanciosa Carta al duque de Norfolk. Este dominio de los diversos géneros cultivados por Newman le ha permitido recoger textos de gran belleza literaria sobre la fe, la revelación y la tradición cristiana. Esto ya justifica del todo la lectura de este libro. Sólo le reprocharía la morosa exégesis que hace de esos textos, los que suele parafrasear y “saborear” en exceso. Abundan frecuentes soliloquios en torno a los mismos y con expresiones “según nuestra interpretación”, “con palabras nuestras”, “el ejemplo es nuestro”, “con nociones más personales”, “con imágenes nuestras” que hacen más reiterativa su lectura.
Delicioso y muy instructivo es el capítulo 5 titulado “El papel de la emoción dentro de la fe”. Si hay un autor en la que no cabe encontrar una gota de sentimentalismo –frecuente patología religiosa que exalta una espiritualidad del corazón- ése es Newman. Es perfectamente posible que una sólida fe vaya acompañada de un sentimiento bastante exiguo. Para él la religión no es expresión de emociones ni de sentimiento exultantes, sino de convicciones. La verdadera devoción es algo totalmente distinto del sentimentalismo. No se puede confundir un impulso momentáneo, por muy intenso que sea, con una decisión arraigada que sea operativa. En varios Sermones parroquiales ante este generalizado virus sentimental suele argumentar del siguiente modo: “A todos aquellos que se sienten perplejos de cualquier manera, que buscan la luz pero no la encuentran, hay que darles un precepto: obedecer”. La religión es, en principio, serena, moderada y consciente. Tiene que ver con la obediencia y no con momentáneos entusiasmos de ánimo carentes de consecuencias y que sólo sirven como impulso inicial. Si una persona se arrepiente sinceramente, será consecuencia no de esos sentimientos, sino de una convicción firme de su culpa y un propósito consciente de abandonar sus pecados y servir a Dios. Esas emociones no son la religión, aunque accidentalmente vengan a la vez. “Su objeto es ayudar a ponerse en camino y contrarrestar el desagrado inicial y la molestia de cumplir el deber. Como tal debe ser usado; sino, será inútil o peor que inútil”. Las emociones, nos dice Newman, deben obedecerse enseguida, de lo contrario no servirán de nada y sólo serán una mera impresión pasajera. Los sentimientos deben convertirse en principios y convicciones.
El capítulo VI analiza la relación de la conciencia con la creencia religiosa. Éste es uno de los grandes aportes del beato inglés: “la conciencia es un vínculo de la razón con la verdad. La conciencia es la Voz de Dios, mientras que hoy está muy de moda considerarla, de un modo u otro, como una creación del hombre”. Newman la considera un verdadero “Vicario de Cristo”. Es célebre en este sentido el brindis por el Papa, “pero primero ¡Por la Conciencia!, después ¡Por el Papa!”. Como escribe en su novela Calixta”: “no es una mera ley de la naturaleza … es el eco de una persona que me habla. Un eco implica una voz; una voz, un hablante. A este hablante es al que amo y temo”. Después analiza la conexión que tiene la conciencia con la religión natural. Dios nunca se ha olvidado de los hombres y la religión natural es una especie de “credo que está a nuestro alcance”. La revelación confirmará y continuará esa religión natural que permite discernir entre el bien y el mal. “Además, se debe tener presente que, así como la esencia de toda religión es la autoridad y la obediencia, así también la distinción entre la religión natural y revelada subyace en esto: que una tiene autoridad subjetiva y la otra objetiva (…) De este modo, lo que la conciencia es en el sistema de la naturaleza lo es la voz de la Escritura, de la Iglesia o de la Santa Sede, según lo determinen, en el sistema de la revelación”.
En definitiva, este libro es una excelente fundamentación racional de la fe religiosa y un aperitivo sustancioso que invita a leer a este gran teólogo, literato y santo que fue John Henry Newman.
Jorge Peña Vial
Universidad de los Andes