Comentadores

Este 10 de enero de 2020 tuvo lugar en la capilla de Notre Dame University la Misa de funeral del tan querido P. John Ford, de la Congregación Santa Cruz.

La noticia nos ha llenado de pena, aun teniendo la intuición de que goza ya del Cielo. Un hombre entregado completamente a su vocación como pastor y maestro, al servicio de Dios a través de cada persona que de alguna manera pasaba a su lado.

Yo le conocí a través de Katherine Tillman, profesora emérita de la Facultad de Artes Liberales de Notre Dame University. Yo había terminado mi tesis doctoral y para su publicación le pedí que la prologara. Declinó la invitación, pero me recomendó que escribiera a Fr. John Ford pues él había aprendido español para dar clases a los alumnos extranjeros de la Universidad de Washington, donde trabajó muchos años como profesor de Teología y Estudios Religiosos. Aunque finalmente el libro lo prologó quien fungió como mi director de la tesis, Dr. Mauricio Beochot, fue la ocasión gracias a la cual me encontré no sólo con un gran experto en John Henry Newman, lo que ha sido nuestro mutuo interés, sino un gran amigo.

Detrás de muchos de mis proyectos relacionados con Newman ha estado presente Fr. John Ford. A él le consultaba su conveniencia, me hacía sugerencias de bibliografía o de enfoque, e incluso me pedía que se los enviara. Amablemente leyó y revisó, de un día para otro, más de alguna de mis publicaciones, haciendo puntuales y oportunas sugerencias. 

Nuestras anuales reuniones sobre Newman me dieron la oportunidad de escucharle y dialogar con él. Siempre atento a hacer cualquier favor que se le presentara, especialmente para dar a conocer la figura del santo inglés. Sus intervenciones en los congresos mostraban su gran conocimiento, hasta detalles poco difundidos. Él buscaba siempre el modo de que los asistentes no sólo le escucháramos, sino que la pasáramos bien y nos dejara una positiva enseñanza. Destacaba por su bien humor, su estabilidad de ánimo y su tendencia a pasar desapercibido a menos que se requiriera su participación.

Cuánto agradecemos a Dios nos haya permitido conocerle. Esperamos aprovechar su ejemplo de vida y sus muchos conocimientos.

A continuación transcribimos la traducción del Obituario que se publicó en línea el 4 de enero de 2022 en South Bend Tribune 

Obituario 

El reverendo John T. Ford, C.S.C. (21 de noviembre de 1932 – 29 de diciembre de 2021), murió a los 89 años en Holy Cross House, Notre Dame, Indiana, el 29 de diciembre de 2021, después de una breve enfermedad.

Fr. Ford nació el 21 de noviembre de 1932 en Dallas, Texas, hijo único de Thomas y Leonara (Senn) Ford, quienes le precedieron en la muerte.

P. Ford asistió a la escuela primaria en St. Vincent’s School, dirigida por las Sisters of the Holy Cross en Logansport, Indiana, y se graduó de High School también en Logansport en 1950. 

Mientras asistía a la Universidad de Notre Dame, John escuchó el llamado a servir a Dios como sacerdote de Holy Cross. Ingresó al noviciado de Holy Cross en Jordan, Minn., el 15 de agosto de 1951. Pronunció sus votos perpetuos el 16 de agosto de 1955 y fue ordenado sacerdote de Holy Cross el 10 de junio de 1959. 

Después de graduarse de la Universidad de Notre Dame en 1955 como Licenciado en Filosofía, asistió a Holy Cross College en Washington, DC para obtener su Maestría en Teología en 1959. En 1962, el P. Ford, obtuvo su Doctorado en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma.

A partir de ese año, el P. Ford comenzó a enseñar Teología en la Universidad de Notre Dame. Más tarde fue prefecto en Cavanaugh Hall. Posteriormente se incorporó como profesor en Holy Cross College en Washington, DC hasta 1967. A la par, en 1964, fue nombrado Asistente Superior en el Seminario de Misiones Extranjeras y posteriormente se desempeñó como Superior hasta 1968. De 1968 a 2018, fue profesor de teología y coordinador de estudios hispanos/latinos en la Universidad Católica de América en Washington, DC, donde escribió más de 100 ensayos, 680 reseñas de libros y unos 50 prefacios, introducciones y artículos misceláneos. En 2018, se jubiló y ofreció asistencia parroquial y ministerial con personas de habla castellana hasta que se mudó a Holy Cross House, Notre Dame, Ind. en 2021.

El P. John Ford ha sido reconocido como uno de los principales académicos de John Henry Newman en los Estados Unidos y en todo el mundo. Fue miembro durante mucho tiempo del Instituto Nacional de Estudios Newman (NINS), incluso como miembro de su Junta Directiva durante más de una década; fue cPresidente de la Asociación y Director del Programa para la conferencia anual durante muchos años, y se desempeñó como el editor fundador del Newman Studies Journal. Por su trabajo sobre Newman, el P. Ford fue el ganador inaugural del Premio Gaillot del Instituto Nacional de Estudios Newman de la Universidad Duquesne del Espíritu Santo.

La Misa de funeral se llevó a cabo a las 15:30 horas, el lunes 10 de enero de 2022 en la Basílica del Sagrado Corazón, Notre Dame, Indiana, que se transmitió en vivo a través https://campusministry.nd.edu/mass-worship/basilica-of-the-sacred- corazón/funeral-live-stream/. En seguida fue el entierro en el cementerio comunitario de Notre Dame, South Bend, Indiana.

Las contribuciones conmemorativas en apoyo de la misión y los ministerios de la Congregación de la Santa Cruz se pueden hacer a: United States Province of Priests and Brothers, Office of Advancement, P.O. Box 765, Notre Dame, IN 46556-0765 or online at https://donate.holycrossusa.org 

Con motivo del año de Newman, el Círculo John Henry Newman sus fuentes y comentadores, les compartimos esta carta escrita por el Santo Padre Juan Pablo II.

Al reverendísimo
Vincent NICHOLS
arzobispo de Birmingham

Con ocasión del II centenario del nacimiento del venerable siervo de Dios John Henry Newman, me uno de buen grado a usted, a sus hermanos en el episcopado de Inglaterra y Gales, a los sacerdotes del Oratorio de Birmingham y a la multitud de personas que en todo el mundo alaban a Dios por el don del gran cardenal inglés y por su perenne testimonio.

Reflexionando en el misterioso plan divino que se realizaba en su vida, Newman llegó a la profunda y permanente convicción de que «Dios me ha creado para que le preste un servicio determinado. Me ha encomendado una tarea que no ha dado a ningún otro. Yo tengo mi misión» (Meditaciones y devociones). Cuán verdadera nos parece ahora esta reflexión al considerar su larga vida y la influencia que ha ejercido desde su muerte. Nació en un tiempo particular, el 21 de febrero de 1801; en un lugar particular, Londres; y en una familia particular, primogénito de John Newman y Jemima Fourdrinier. Pero la misión particular que le encomendó Dios garantiza que John Henry Newman pertenece a todas las épocas, a todos los lugares y a todos los pueblos.

Newman nació en un tiempo agitado, que no sólo sufrió convulsiones políticas y militares, sino también espirituales. Las antiguas certezas se debilitaban, y los creyentes afrontaban, por una parte, la amenaza del racionalismo, y, por otra, la del fideísmo. El racionalismo implicaba un rechazo tanto de la autoridad como de la trascendencia, mientras que el fideísmo alejaba a la gente de los desafíos de la historia y de las tareas de este mundo, produciendo una dependencia deformada de la autoridad y de lo sobrenatural. En ese mundo, Newman llegó finalmente a una notable síntesis entre fe y razón, que eran para él «como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad» (Fides et ratio, Introducción; cf. ib., 74). La contemplación apasionada de la verdad lo llevó a una aceptación liberadora de la autoridad, que tiene sus raíces en Cristo, y al sentido de lo sobrenatural que abre la mente y el corazón humanos a toda la gama de posibilidades reveladas en Cristo. «Guíame, luz amable, en medio de la oscuridad que me envuelve, guíame tú», escribió Newman en «El pilar de la nube». Para él Cristo era la luz en medio de cualquier tipo de oscuridad. Para su tumba eligió como epígrafe:  Ex umbris et imaginibus in veritatem; al final del camino de su vida fue evidente que Cristo era la verdad que había encontrado.

Pero la búsqueda de Newman estuvo marcada por el dolor. Cuando comprendió plenamente la misión que Dios le había confiado, declaró:  «Por tanto, confiaré en él… Si estoy enfermo, mi enfermedad puede servirle; si estoy perplejo, mi perplejidad puede servirle… Él no hace nada en vano… Puede quitarme los amigos. Puede arrojarme entre desconocidos. Puede hacer que sienta desolación, que mi corazón se deprima, que no vea claro el futuro. Sin embargo, él sabe lo que hace» (Meditaciones y devociones).

Todas las pruebas que experimentó durante su vida, más que abatirlo o destruirlo, paradójicamente fortalecieron su fe en el Dios que lo había llamado, y robustecieron su convicción de que Dios «no hace nada en vano». Por eso, al final, lo que resplandece en Newman es el misterio de la cruz del Señor:  este fue el centro de su misión, la verdad absoluta que contempló, la «luz amable» que lo guió.

Al mismo tiempo que damos gracias a Dios por el don del venerable John Henry Newman en el II centenario de su nacimiento, le pedimos que este guía seguro y elocuente en nuestra perplejidad sea también un poderoso intercesor en todas nuestras necesidades ante el trono de la gracia.

Oremos para que pronto la Iglesia pueda proclamar oficial y públicamente la santidad ejemplar del cardenal John Henry Newman, uno de los paladines más distinguidos y versátiles de la espiritualidad inglesa.

Con mi bendición apostólica.

Vaticano, 22 de enero de 2001 

http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/letters/2001/documents/hf_jp-ii_let_20010227_john-henry-newman.html

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Nos encontramos aquí en Birmingham en un día realmente feliz. En primer lugar, porque es el día del Señor, el Domingo, el día en que el Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos y cambió para siempre el curso de la historia humana, ofreciendo nueva vida y esperanza a todos los que viven en la oscuridad y en sombras de muerte. Es la razón por la que los cristianos de todo el mundo se reúnen en este día para alabar y dar gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros. Este domingo en particular representa también un momento significativo en la vida de la nación británica, al ser el día elegido para conmemorar el setenta aniversario de la Batalla de Bretaña. Para mí, que estuve entre quienes vivieron y sufrieron los oscuros días del régimen nazi en Alemania, es profundamente conmovedor estar con vosotros en esta ocasión, y poder recordar a tantos conciudadanos vuestros que sacrificaron sus vidas, resistiendo con tesón a las fuerzas de esta ideología demoníaca. Pienso en particular en la vecina Coventry, que sufrió durísimos bombardeos, con numerosas víctimas en noviembre de 1940. Setenta años después recordamos con vergüenza y horror el espantoso precio de muerte y destrucción que la guerra trae consigo, y renovamos nuestra determinación de trabajar por la paz y la reconciliación, donde quiera que amenace un conflicto. Pero existe otra razón, más alegre, por la cual este día es especial para Gran Bretaña, para el centro de Inglaterra, para Birmingham. Éste es el día en que formalmente el Cardenal John Henry Newman ha sido elevado a los altares y declarado beato.

Agradezco al Arzobispo Bernard Longley su amable acogida al comenzar la Misa en esta mañana. Agradezco a cuantos habéis trabajado tan duramente durante tantos años en la promoción de la causa del Cardenal Newman, incluyendo a los Padres del Oratorio de Birminghan y a los miembros de la Familia Espiritual Das Werk. Y os saludo a todos los que habéis venido desde diversas partes de Gran Bretaña, Irlanda y otros puntos más lejanos; gracias por vuestra presencia en esta celebración, en la que alabamos y damos gloria a Dios por las virtudes heroicas de este santo inglés.

Inglaterra tiene un larga tradición de santos mártires, cuyo valiente testimonio ha sostenido e inspirado a la comunidad católica local durante siglos. Es justo y conveniente reconocer hoy la santidad de un confesor, un hijo de esta nación que, si bien no fue llamado a derramar la sangre por el Señor, jamás se cansó de dar un testimonio elocuente de Él a lo largo de una vida entregada al ministerio sacerdotal, y especialmente a predicar, enseñar y escribir. Es digno de formar parte de la larga hilera de santos y eruditos de estas islas, San Beda, Santa Hilda, San Aelred, el Beato Duns Scoto, por nombrar sólo a algunos. En el Beato John Newman, esta tradición de delicada erudición, profunda sabiduría humana y amor intenso por el Señor ha dado grandes frutos, como signo de la presencia constante del Espíritu Santo en el corazón del Pueblo de Dios, suscitando copiosos dones de santidad.

El lema del Cardenal Newman, cor ad cor loquitur, “el corazón habla al corazón”, nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios. Nos recuerda que la fidelidad a la oración nos va transformando gradualmente a semejanza de Dios. Como escribió en uno de sus muchos hermosos sermones, «el hábito de oración, la práctica de buscar a Dios y el mundo invisible en cada momento, en cada lugar, en cada emergencia –os digo que la oración tiene lo que se puede llamar un efecto natural en el alma, espiritualizándola y elevándola. Un hombre ya no es lo que era antes; gradualmente… se ve imbuido de una serie de ideas nuevas, y se ve impregnado de principios diferentes» (Sermones Parroquiales y Comunes, IV, 230-231). El Evangelio de hoy afirma que nadie puede servir a dos señores (cf. Lc 16,13), y el Beato John Henry, en sus enseñanzas sobre la oración, aclara cómo el fiel cristiano toma partido por servir a su único y verdadero Maestro, que pide sólo para sí nuestra devoción incondicional (cf. Mt 23,10). Newman nos ayuda a entender en qué consiste esto para nuestra vida cotidiana: nos dice que nuestro divino Maestro nos ha asignado una tarea específica a cada uno de nosotros, un “servicio concreto”, confiado de manera única a cada persona concreta: «Tengo mi misión», escribe, «soy un eslabón en una cadena, un vínculo de unión entre personas. No me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su trabajo; seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en el lugar que me es propio… si lo hago, me mantendré en sus mandamientos y le serviré a Él en mis quehaceres» (Meditación y Devoción, 301-2).

El servicio concreto al que fue llamado el Beato John Henry incluía la aplicación entusiasta de su inteligencia y su prolífica pluma a muchas de las más urgentes “cuestiones del día”. Sus intuiciones sobre la relación entre fe y razón, sobre el lugar vital de la religión revelada en la sociedad civilizada, y sobre la necesidad de un educación esmerada y amplia fueron de gran importancia, no sólo para la Inglaterra victoriana. Hoy también siguen inspirando e iluminando a muchos en todo el mundo. Me gustaría rendir especial homenaje a su visión de la educación, que ha hecho tanto por formar el ethos que es la fuerza motriz de las escuelas y facultades católicas actuales. Firmemente contrario a cualquier enfoque reductivo o utilitarista, buscó lograr unas condiciones educativas en las que se unificara el esfuerzo intelectual, la disciplina moral y el compromiso religioso. El proyecto de fundar una Universidad Católica en Irlanda le brindó la oportunidad de desarrollar sus ideas al respecto, y la colección de discursos que publicó con el título La Idea de una Universidad sostiene un ideal mediante el cual todos los que están inmersos en la formación académica pueden seguir aprendiendo. Más aún, qué mejor meta pueden fijarse los profesores de religión que la famosa llamada del Beato John Henry por unos laicos inteligentes y bien formados: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla» (La Posición Actual de los Católicos en Inglaterra, IX, 390). Hoy, cuando el autor de estas palabras ha sido elevado a los altares, pido para que, a través de su intercesión y ejemplo, todos los que trabajan en el campo de la enseñanza y de la catequesis se inspiren con mayor ardor en la visión tan clara que el nos dejó.

Aunque la extensa producción literaria sobre su vida y obras ha prestado comprensiblemente mayor atención al legado intelectual de John Henry Newman, en esta ocasión prefiero concluir con una breve reflexión sobre su vida sacerdotal, como pastor de almas. Su visión del ministerio pastoral bajo el prisma de la calidez y la humanidad está expresado de manera maravillosa en otro de sus famosos sermones: «Si vuestros sacerdotes fueran ángeles, hermanos míos, ellos no podrían compartir con vosotros el dolor, sintonizar con vosotros, no podrían haber tenido compasión de vosotros, sentir ternura por vosotros y ser indulgentes con vosotros, como nosotros podemos; ellos no podrían ser ni modelos ni guías, y no te habrían llevado de tu hombre viejo a la vida nueva, como ellos, que vienen de entre nosotros (“Hombres, no ángeles: los Sacerdotes del evangelio”, Discursos a las Congregaciones Mixtas, 3). Él vivió profundamente esta visión tan humana del ministerio sacerdotal en sus desvelos pastoral por el pueblo de Birmingham, durante los años dedicados al Oratorio que él mismo fundó, visitando a los enfermos y a los pobres, consolando al triste, o atendiendo a los encarcelados. No sorprende que a su muerte, tantos miles de personas se agolparan en las calles mientras su cuerpo era trasladado al lugar de su sepultura, a no más de media milla de aquí. Ciento veinte años después, una gran multitud se ha congregado de nuevo para celebrar el solemne reconocimiento eclesial de la excepcional santidad de este padre de almas tan amado. Qué mejor que expresar nuestra alegría de este momento que dirigiéndonos a nuestro Padre del cielo con sincera gratitud, rezando con las mismas palabras que el Beato John Henry Newman puso en labios del coro celestial de los ángeles:

“Sea alabado el Santísimo en el cielo,
sea alabado en el abismo;
en todas sus palabras el más maravilloso,
el más seguro en todos sus caminos”.
(El Sueño de Gerontius)

 

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