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oración

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Primera estación

Jesús es condenado a muerte

Salir de casa de Caifás, arrastrado ante Pilato y Herodes, ridiculizado, golpeado y escupido; su espalda rota por los azotes, su cabeza coronada de espinas… Jesús, que en el último día juzgará al mundo, es Él mismo condenado por jueces injustos al tormento y a una muerte abyecta.

Jesús es condenado a muerte. Su sentencia está firmada; y ¿quién la ha firmado más que yo, cada vez que caigo en el pecado? Caí, perdí la gracia que me habías dado en el bautismo. Mis pecados mortales fueron vuestra sentencia de muerte, oh Señor. El inocente sufrió por los culpables. Esos pecados míos fueron las voces que gritaron “¡crucifícale!”.

Ese afecto, ese gusto del corazón con que los cometí fueron el asentimiento que Pilato dio a la multitud vociferante. Y la dureza de corazón que vino luego, mi disgusto, mi inquietud, mi orgullosa impaciencia, mi terca insistencia en ofenderte, el amor al pecado que se apoderó de mí, ¿qué eran si no los golpes y blasfemias con que los soldados y la plebe te recibieron? ¿No ejecutaron estos sentimientos míos, rebeldes e impetuosos, la sentencia que Pilato había pronunciado?

Segunda estación

Jesús carga con la cruz

Sobre sus hombros rotos le ponen una Cruz pesada y maciza, que ha de soportar su peso cuando llegue al Calvario. Él la toma con dulzura, mansamente y con el corazón alegre, porque esa Cruz va a ser la salvación de la humanidad.

Eso es cierto; pero recuérdalo: esa Cruz agobiante es la carga de nuestros pecados. Al caer sobre sus hombros y su cuello, cayó como un trallazo. ¡Qué peso tan brutal he descargado sobre Ti, Jesús! Aunque estabas completamente preparado –porque todo lo ves en la tranquila visión de tu mente clara–, tu cuerpo frágil se tambalea cuando la Cruz cae sobre Ti. ¡Qué miserable he sido alzando mi mano contra Dios! ¿Cómo iba a pensar siquiera que me perdonaría, de no ser porque Él mismo anunció que esta amarga Pasión la sufría para poder perdonarnos? Yo reconozco, Jesús –y siento angustia en mi corazón arrepentido–, que mis pecados te han golpeado la cara, han llenado de moratones tus brazos adorables, han destrozado tu carne con hierros, te han clavado a la Cruz y te han dejado morir ahí lentamente.

Tercera estación

Jesús cae por primera vez

Jesús, doblado bajo el peso del madero alargado e irregular que lleva arrastrando, avanza lentamente entre las burlas e insultos de la multitud. La agonía en el huerto, suficiente para extenuarle, fue sólo el principio de otros muchos sufrimientos. Con todo su corazón, sigue adelante pero le fallan las fuerzas y cae.

Sí; es lo que temía. Jesús, mi Señor fuerte y poderoso, es por un momento más débil que nuestros pecados. Jesús cae, pero llevó el peso. Se tambalea, pero se levanta con la Cruz de nuevo y sigue adelante. Él ha caído para que tú, alma mía, tengas un anuncio y un recordatorio de tus pecados.

Me arrepentí de mis pecados y, durante un tiempo, fui adelante; pero al final la tentación me venció y me vine abajo. De repente, pareció que todos mis buenos hábitos desaparecerían; como si me despojaran de un vestido, así de rápida y completamente perdí la gracia. En ese momento miré a mi Señor… Se había desplomado. Me cubrí la cara con las manos, en un estado de tremenda confusión.

Cuarta estación

Jesús encuentra a su madre

Jesús se pone en pie; se ha herido en la caída, pero sigue adelante con la Cruz sobre los hombros. Va encorvado, pero alza la cabeza un momento y ve a su Madre. Se miran sólo un instante, y Él avanza.

De ser posible, María hubiera preferido padecer ella todos los sufrimientos de su Hijo, antes que estar lejos y no haberlos presenciado. También para Él fue un alivio, una brisa fresca y consoladora, verla, ver su triste sonrisa entre las miradas y ruidos que le cercan. Ella le había visto en su plenitud humana y en su gloria, había contemplado su rostro, fresco de paz e inocencia divinas. Ahora le veía tan cambiado, tan deformado que lo reconoció con dificultad, sólo por esa mirada que le dirigió, profunda, intensa, llena de paz. Ahora me cargaba con el peso de los pecados del mundo, el rostro de Jesús, santidad absoluta, exhibía la imagen de todas las maldades. Parecía un criminal que esconde una culpa horrible. Él, que no conoció pecado, fue hecho pecado por nosotros. Ni uno solo de sus rasgos, ninguno de sus miembros expresaba sino culpa, maldición, castigo, angustia.

¡Qué encuentro entre Madre e Hijo! Uno y otra se consolaron porque existía un mismo sentir. Jesús y María: ¿llegarán a olvidar, en toda la eternidad, aquella marea de dolor?

Quinta estación

Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz

Las fuerzas terminan por fallarle del todo y ya no puede seguir. Los verdugos, perplejos, se quedan parados. ¿Qué hacer? ¿Cómo va a llegar al Calvario? Pronto se fijan en uno que parece fuerte y ágil, Simón de Cirene. Lo agarran y le obligan a llevar la Cruz con Jesús. Mirar al dolor en persona taladra el corazón de aquel hombre. ¡Qué honor! ¡Feliz tú, predilecto de Dios! Y con alegría carga con su parte de la Cruz.

Ha sido por la oración de María. Jesús oraba, pero no por Él; sólo que pudiera beber hasta el final el cáliz del dolor y cumplir la voluntad de su Padre. Pero ella actuó como una madre: fue tras Él con la oración, ya que no podía ayudarle de otra manera. Ella envió a aquel hombre a ayudarle. Ella hizo que los soldados vieran que podían acabar con Él. Madre amable, haz lo mismo con nosotros. Pide siempre por nosotros, Madre Santa; mientras estemos en el camino, ruega por nosotros, sea cual sea nuestra Cruz. Pide por nosotros, caídos, y nos levantaremos. Pide por nosotros cuando el dolor, la angustia o la enfermedad nos lleguen. Pide por nosotros cuando nos hunda el poder de la tentación y envíanos un fiel siervo tuyo a socorrernos. Y si merecemos reparar por nuestros pecados en la otra vida, mándanos un Angel bueno que nos dé momentos de respiro. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.

Sexta estación

La Verónica limpia el rostro de Jesús

Mientras Jesús asciende la colina lenta y pesadamente, bañado en el sudor de la muerte, una mujer se abre paso entre la muchedumbre y le seca el rostro con un lienzo. En pago por su compasión, el sagrado rostro queda impreso en la tela.

Aquella ayuda enviada por la ternura de una Madre no fue todo. Sus oraciones llevaron a Verónica, lo mismo que a Simón, hasta Jesús. A Simón para un trabajo de hombre; a Verónica, de mujer. Ella le sirvió mientras pudo con su afecto. Lo mismo que la Magdalena vertió el ungüento en el banquete, Verónica le ofreció su lienzo en la Pasión. “¿Qué más no haría yo?”, decía. “Ojalá tuviera la fuerza de Simón, para cargar yo también con la Cruz”. Pero sólo los hombres pueden ayudarle a Él, Sumo Sacerdote, cuando ofrece el solemne sacrificio. Jesús, concédenos servirte según nuestra situación y, lo mismo que aceptaste ayuda en tu hora de dolor, danos el apoyo de tu gracia cuando el Enemigo nos ataque.

Siento que no puedo resistir la tentación, el cansancio, el desaliento y el pecado; entonces, ¿de qué sirve buscar a Dios? Caeré, Amado Salvador mío, es seguro que caeré, si Tú no renuevas mis fuerzas, como las águilas, y me llenas de vida por dentro con el amoroso toque de tus sacramentos.

Séptima estación

Jesús cae por segunda vez

A cada paso crecen el dolor de sus heridas y la pérdida de sangre. Los miembros le fallan otra vez y Jesús cae al suelo.

¿Qué ha hecho Él para merecer esto? ¿Es este el pago que el tan esperado Mesías recibe del pueblo elegido, los hijos de Israel? Sé la respuesta: Él cae porque yo he caído. He caído otra vez. Yo sé bien que sin Tu gracia, Señor, no puedo mantenerme en pie; creía estar cerca de Ti pero he perdido tu gracia una vez más. He dejado enfriar mi devoción, he cumplido tus mandamientos de manera rutinaria y formal, sin afecto interior; así he ido también a los sacramentos, a la Eucaristía. Me volví tibio. Creí que la batalla había terminado, y dejé de luchar. No tenía una fe viva, perdí el sentido de lo espiritual. Cumplía mis deberes por puro hábito y porque los demás lo vieran. Yo debía ser una criatura completamente renovada, vivir de fe, de esperanza, de amor; pero pensaba más en este mundo que en el que ha de venir. Terminé por olvidar que soy siervo de Dios, seguí el camino ancho que lleva a la destrucción y no el otro, estrecho, que lleva a la vida. Así me aparté de Ti.

Octava estación

Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén

Al ver los sufrimientos de Jesús, las santas mujeres sienten tal punzada de dolor que, sin importarles las consecuencias, gritan su pena y le compadecen a voces. Jesús se vuelve a ellas: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí sino por vosotras y por vuestros hijos”.

Señor, ¿soy yo uno de esos hijos pecadores por los que Tú invitas a llorar? “No lloréis por Mí, que soy el Cordero de Dios y, por voluntad propia, estoy pagando por los pecados de los hombres. Sufro ahora, pero después triunfaré, y cuando triunfe, las almas por las que ahora muero serán mis amigos más queridos o enemigos inmerecidos”.

¿Es posible? ¿Cómo soportar el pensamiento de que Tú, Señor, lloraste por mí –¡Tú lloraste por mí!– como lloraste por Jerusalén? ¿Es posible que, por tu Pasión y Muerte, yo me pierda en vez de ser rescatado? Señor, no me dejes. ¡Soy tan poca cosa, hay tal miseria en mi corazón y tan poca fuerza en mi espíritu para hacerle frente! Señor, ten piedad de mí. Es tan difícil apartar de mi corazón el espíritu del mal. Sólo Tú puedes echarlo lejos.

Novena estación

Jesús cae por tercera vez

Ya casi había alcanzado lo alto del Calvario, pero antes de llegar al punto donde va a ser crucificado, Jesús cae otra vez; y de nuevo es arrastrado y empujado brutalmente por los soldados.

La Escritura habla de tres caídas del diablo. La primera fue al comienzo del mundo; la segunda, cuando el Evangelio y el Reino de los Cielos se anunciaban al mundo; la tercera cuando acaben todas las cosas. La primera la cuenta el evangelista San Juan: “Se produjo un gran combate en los cielos. Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón, y el dragón luchaba, y sus ángeles. Pero no lograron vencer y perdieron su lugar en los cielos. El gran dragón fue expulsado, la serpiente antigua, la que se llama diablo y Satanás”. La segunda caída, en tiempos del Evangelio, la cuenta el Señor: “Veía a Satanás, como el rayo, caer desde el cielo”. La tercera, también San Juan: “Cayó del cielo fuego divino y el diablo fue arrojado al estanque de fuego”.

Cuando el Maligno movió a Judas a traicionar a nuestro Señor, pensaba en estas tres caídas, la pasada, la presente y la futura. Esta fue su hora. Nuestro Señor, al ser apresado, dijo a sus enemigos: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”. Satanás sabía que su tiempo era corto y se aprestó a emplearlo; pero sin advertir que sus actos apresuraban la salvación del mundo que nuestro Señor traía con su Pasión y Muerte. Como venganza, y –eso pensaba– seguro de su triunfo, le golpeó una, dos, tres veces, cada vez con más fuerza. El peso de la Cruz, la brutalidad de los sayones y la turba no fueron más que instrumentos. Jesús, Hijo único de Dios, Verbo Encarnado, Te alabamos, Te adoramos, Te ofrecemos nuestro amor porque te has abajado tanto, hasta someterte al poder del enemigo de Dios y del hombre, para salvarnos así a nosotros de ser eternamente siervos suyos.

Esta es la peor caída de las tres. Las fuerzas le fallan completamente y pasa un poco hasta que los soldados le levantan. No es más que un signo de lo que me pasará a mí, cada vez más tibio. Desde el principio Jesús ve el final. Pensaba en mí mientras se arrastraba subiendo la colina del Calvario. Veía que yo volvería a caer, a pesar de tantas advertencias y ayudas. Vio que pondría la confianza en mí mismo y que entonces el enemigo me sorprendería con tentaciones. Yo creía conocer mis defectos; sabía dónde era fuerte, pero Satanás fue hacia ese punto débil, mi autosuficiencia, e hizo estragos.

Me faltaba humildad. Creía que a mí el mal no podía tocarme, que había superado el peligro de pecar; pensaba que era fácil ir al cielo y no estaba vigilante. Todo por orgullo. Por eso caí de nuevo, por tercera vez.

Décima estación

Jesús es despojado de sus vestiduras

Por fin llega al lugar del sacrificio y se preparan para crucificarle. Desgarran sus vestiduras sobre su cuerpo sangrante, que queda expuesto –Él, Santo de los Santos– a la mirada y al burdo griterío de la multitud.

Tú, Señor, fuiste despojado de todo en tu Pasión y expuesto a la curiosidad y a la burla de la gente; haz que me desprenda de mí mismo, aquí y ahora, para que en el último día no me cubra de bochorno ante los ángeles y los hombres. Tú soportaste la vergüenza del Calvario para librarme a mí de la vergüenza del Juicio Final. Tú, que nada tenías de que avergonzarte, sufriste vergüenza por haber tomado la naturaleza humana. Cuando te quitaron los vestidos, tu cuerpo inocente fue humilde y amorosamente adorado por los ángeles más escogidos: te rodearon mudos de asombro, atónitos de tu belleza, temblando ante tu anonadamiento.

Señor, ¿qué sería de mí si me tomaras y, despojado del ropaje de tu gracia, me vieran tal como soy realmente? ¡Cuánta suciedad! Incluso limpio de pecado mortal, ¡cuánta miseria en mis pecados veniales! ¿Cómo voy a presentarme ante los ángeles y ante Ti si Tú no quemas tanta lepra con el fuego del Purgatorio?

Undécima estación

Jesús, clavado en la Cruz

Fijan a Jesús en la Cruz, tendida sobre el suelo. Con mucho esfuerzo y después de bandearse pesadamente a un lado y otro, la Cruz acaba por hincarse en el hueco abierto en la tierra. O quizá –como piensan otros– la Cruz es primero erguida y luego, Jesús alzado y clavado al madero. Mientras los verdugos clavan salvajemente los enormes clavos, Él se ofrece al Padre Eterno en rescate por la humanidad. Caen los martillazos, la sangre salta.

Sí; pusieron en alto la Cruz, colocaron una escalera y habiéndole desnudado, le hicieron subir. Agarrando débilmente con las manos la escalera, los peldaños, subiendo con esfuerzo, lentos e inseguros los pies, y resbalando, si los soldados no estuvieran allí para sujetarle, habría caído al suelo. Al alcanzar la base para apoyar los pies, se giró con modestia y dulzura hacia la muchedumbre enfurecida, alargando las manos como si quisiera abrazarles. Después, con amor, puso sus manos en el travesaño esperando a que los verdugos, con clavos y martillos, perforaran sus manos y le clavaran a la Cruz. Ahí cuelga ahora, enigma para el mundo, temor de los demonios, asombro inexplicable, pero también alegría y adoración de los Ángeles.

Duódécima estación

Jesús muere en la Cruz

Jesús, tres horas colgado. En ese tiempo, reza por quienes le matan, promete el Paraíso al ladrón arrepentido y entrega su Madre Bendita al cuidado de San Juan. Con todo ya cumplido, inclina la cabeza y entrega el espíritu.

Ya ha pasado lo peor. El Santo, muerto, se ha ido. El más compasivo de los hijos de los hombres, el que ha derrochado más amor, el más santo, ya no está. Jesús ha muerto y en su muerte ha muerto mi pecado. De una vez por todas, ante los hombres y ante los ángeles, rechazo el pecado para siempre. En este momento me entrego a Dios del todo. Amar a Dios será mi primordial empeño. Con la ayuda de su gracia crearé en mi corazón aborrecimiento y dolor profundo por mis pecados. Me empeñaré en detestar el pecado, tanto como antes lo amé. En las manos de Dios me pongo, y no a medias sino del todo, sin reservas. Te prometo, Señor, con la ayuda de tu gracia, huir de las tentaciones, evitar toda ocasión de pecado, escapar enseguida de la voz del Maligno, ser constante en la oración: morir al pecado, para que Tú no hayas muerto en la Cruz por mí, en vano.

Decimotercera estación

Bajan a Jesús de la cruz y lo entregan a su madre

La gente se ha ido a casa. El Calvario queda solitario y en silencio; sólo Juan y las santas mujeres están allí. Llegan José de Arimatea y Nicodemo, bajan de la Cruz el cuerpo de Jesús, y lo ponen en brazos de María.

Por fin, María, tomas posesión de tu hijo. Ahora que sus enemigos ya no pueden hacer más, te lo dejan, como un despojo. Mientras esos amigos inesperados hacen su difícil tarea, tú le miras con pensamientos que jamás encontrarán palabras. Tu corazón lo atraviesa aquella espada de que habló Simeón. Madre dolorosa, en tu dolor hay una alegría aún más grande. La alegría que iba a venir te dio fuerzas para permanecer junto a Él colgado de la Cruz. Con más fuerza ahora, sin desvanecerte, sin temblar, recibes su cuerpo en tus brazos, en tu regazo maternal.

Eres inmensamente feliz ahora que ha vuelto a ti. De tu casa salió, oh Madre de Dios, con toda la fuerza y la belleza de su Humanidad; a ti vuelve descalabrado, hecho pedazos, mutilado, muerto. Y, a pesar de todo, Madre Bendita, más feliz eres en este momento atroz que aquel día de las bodas, cuando estaba a punto de irse; pero a partir de ahora, el Salvador Resucitado nunca más se separará de ti.

Decimocuarta estación

El cuerpo de Jesús es puesto en el sepulcro

Sólo tres cortos días, un día y medio… María tiene que dejarte. Todavía no ha resucitado.

Los amigos lo toman de sus brazos y lo ponen en una sepultura digna. Y la cierran con cuidado, hasta que llegue el momento de su Resurrección.

Reposa, duerme en paz un poco, en la quietud del sepulcro, amado Señor nuestro, y después levántate y reina sobre tus hijos para siempre. Como las fieles mujeres, también nosotros te velaremos, porque todo nuestro tesoro, nuestra vida entera, está puesta en Ti. Y cuando nos llegue la hora de morir, concédenos, dulce Jesús, dormir en paz nosotros también el sueño de los santos. Que durmamos en paz ese breve intervalo entre nuestra muerte y la resurrección de todos los hombres. Guárdanos del enemigo, sálvanos del castigo eterno. Que nuestros amigos nos recuerden y recen por nosotros, Señor. Que por el sacrificio de la Misa las penas del Purgatorio –que hemos merecido y que sinceramente aceptamos– pasen pronto. Concédenos momentos de alivio allí, envuélvenos en santas esperanzas y acompáñanos mientras reunimos fuerzas para subir a los Cielos. Permite a nuestros Ángeles Custodios que nos ayuden a remontar aquella escala de gloria que vio Jacob y que lleva de la tierra al cielo.

Y al llegar, que las puertas de lo Eterno se abran ante nosotros con música de Ángeles, que nos reciba san Pedro y que nuestra Señora, la gloriosa Reina de los santos, nos abrace y nos lleve a Ti y tu Padre Eterno y a tu Espíritu, tres Personas, Un solo Dios, para participar en su Reino por los siglos de los siglos.

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1. Señal de la cruz
2. Lectura y reflexión del texto escrito por Newman
3. Padre Nuestro, Ave María y Gloria

ORACION DE LA NOVENA

Padre eterno, Tú llevaste al Beato John Henry Newman por el camino de la luz amable de tu Verdad para que pudiera ser una luz espiritual en las tinieblas de este mundo, un elocuente predicador del Evangelio y un devoto servidor de la única Iglesia de Cristo.

Confiados en su celestial intercesión te rogamos por la siguiente intención: [pedir aquí la gracia]

Por su conocimiento de los misterios de la fe, su celo en defender las enseñanzas de la Iglesia, y su amor sacerdotal por sus hijos, elevamos nuestra oración para que pronto sea nombrado entre los Santos.Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Día primero

Esto es ser uno de los pequeños de Cristo: dejarse penetrar de Su presencia para que sea nuestra vida, nuestra fuerza, nuestro mérito, nuestra esperanza, nuestra corona; llegar a ser de un modo admirable Sus miembros, los instrumentos o la forma visible, o el signo sacramental del Invisible y siempre presente Hijo de Dios, que  místicamente reitera en cada uno de nosotros los actos de Su vida terrenal, su nacimiento, consagración, ayuno, tentación, conflictos, victorias, sufrimientos, agonía pasión, muerte, resurrección y ascensión. Siendo Él todo en todos, aunque podamos tan poco por nosotros mismos, y tengamos tan escaso valor y mérito como el agua en el bautismo o el pan y el vino en la sagrada eucaristía, sin embargo, somos fuertes en el Señor y en el poder de Su fuerza. (Plain and Parochial Sermons, VI, 1)

Día segundo

Cuando confesamos a Dios sólo como Omnipotente, le conocemos en parte, pues Él es una Omnipotencia que puede al mismo tiempo envolverse en debilidad y llegar a ser cautivo de Sus propias creaturas. Tiene, si puedo hablar así, el incomprensible poder de hacerse incluso débil. Debemos conocerlo por Sus nombres, Emmanuel y Jesús, para conocerlo perfectamente …Ruboricémonos de nuestro orgullo y voluntad propia. Pongamos atención acerca de nuestra impaciencia a las providencias de Dios hacia nosotros, de nuestros anhelos caprichosos tras lo que no puede ser, de nuestros esfuerzos testarudos para revertir Sus justos decretos, de nuestros conflictos con las duras necesidades que nos cercan, de nuestra irritación por la ignorancia o el suspenso acerca de Su voluntad, de nuestra feroz y apasionada testarudez cuando vemos esa voluntad tan claramente, de nuestro deprecio arrogante de Sus mandatos, de nuestra determinación a hacer las cosas sin Él, de preferir nuestra razón a Su palabra, de las muchas, muchas formas en que el viejo Adán se muestra, y una u otra que nuestra conciencia nos dice que es propia. Y recémosle a Él, que es independiente de todos nosotros, pero que se hizo nuestro compañero y nuestro siervo, para que nos enseñe nuestro lugar en Su vasto universo, y nos haga ambiciosos solamente de esa gracia aquí y de esa gloria futura que Él nos ha adquirido con Su propia humillación. (Sermons preached in Various Occasions, VI)

Día tercero

Debe recordarse que las ocupaciones de este mundo, aunque no son celestiales en sí mismas son, después de todo, el camino hacia el cielo, y aunque no son el fruto son la semilla de la inmortalidad, y aunque no son valiosas en sí mismas lo son por aquello a lo que conducen. Pero es difícil darse cuenta de esto. Es difícil darse cuenta de ambas verdades a la vez, y conectarlas, contemplando fijamente la vida futura pero actuando en esta…Mientras Adán fue sentenciado a trabajar como un castigo, Cristo con su venida lo ha santificado como un medio de gracia y un sacrificio de acción de gracias, un sacrificio para ser ofrecido alegremente al Padre en Su nombre… Es muy difícil conducirse entre los dos males: usar este mundo sin abusar de él, ser activo y diligente en los negocios de este mundo pero no por el mundo sino por Dios…¡Quiera Dios darnos la gracia en nuestras diversas esferas y puestos para hacer Su voluntad y embellecer Su doctrina, que ya comamos o bebamos, que ayunemos o recemos, que trabajemos con nuestras manos o con nuestras mentes, que estemos de camino o permanezcamos en reposo, podamos glorificar a Aquel que nos ha comprado con Su propia sangre! (Parochial and Plain Sermons VIII, 11)

Día cuarto

Nosotros estamos acostumbrados a decir que nada está hecho a menos que todo esté hecho. Pero los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos los nuestros…Estemos ciertos que unque sean muy grandes los desórdenes de la época presente, y aunque los incrédulos buscan y no encuentran, el Señor Dios de Elías aún se revela a Sí mismo al humilde, al serio de pensamiento y puro de corazón. La presencia de Cristo está aún entre nosotros, a pesar de nuestros muchos pecados y de los pecados de nuestro pueblo. “El espíritu y el poder de Elías” debe ahora estar especialmente con nosotros, pues las señales de su época están entre nosotros… ¿Qué otra cosa necesitamos sino fe en nuestra Iglesia? Con fe podemos hacer todo, sin fe, nada. Si tenemos una duda secreta acerca de ella, todo está perdido, perdemos nuestro ánimo, nuestro poder, nuestra posición, nuestraesperanza. Un frío abatimiento y enfermedad de mente, una tacañería y displicencia de espíritu, una cobardía y una pereza, nos envuelve, nos penetra, nos sofoca. Que no sea así con nosotros. Seamos de buen corazón, aceptemos la Iglesia como el don de Dios y nuestra dote. Imitemos a Eliseo, que cuando “iba por la orilla del Jordán…tomó el manto que se le había caído a Elías, y golpeó las aguas, diciendo, ‘¿Dónde está el Señor, el Dios de Elías’? (2 Re 2, 13-14). La Iglesia es como el manto de Elías, una reliquia de Aquel que ascendió a lo alto. (Sermons bearing on subjects of the day, XXIV)

Día quinto

Nuestro deber como cristianos reside en correr riesgos por la vida eterna sin la certeza absoluta de tener éxito. El éxito y la recompensa eterna la tendrán los que perseveren hasta el fin…Este es el verdadero significado de la palabra “riesgo”, pues sería un riesgo extraño el que no tuviera nada de temor, aventura, peligro, ansiedad o incertidumbre. Así es de incierto, y en esto consiste la excelencia y la nobleza de la fe. La verdadera razón por la cual la fe se distingue de las otras gracias y es honrada como el medio especial de nuestra justificación es que su presencia implica que tenemos el corazón para arriesgar… Si la fe es, entonces, la esencia de una vida cristiana, y si es lo que ahora he descrito, se sigue que nuestro deber reside en arriesgar lo que tenemos por lo que no tenemos, fundados en la palabra de Cristo. Y tenemos que hacerlo de modo noble, generoso, no con imprudencia o ligereza, sin saber con exactitud lo que estamos haciendo ni a qué renunciamos, ni tampoco lo que ganaremos, sino inciertos acerca de nuestra recompensa, del alcance de nuestro sacrificio, apoyados en Cristo en todo sentido, esperando en El, confiando en que cumplirá Su promesa y nos hará capaces de cumplir nuestros propios compromisos, y procediendo así en todo sin preocupación o ansiedad por el futuro… Arriesgamos nuestra propiedad en planes que prometen ganancia, confiamos en proyectos y tenemos fe en ellos. ¿Qué hemos arriesgado por Cristo? ¿Qué le hemos dado por creer en Su promesa? (Plain and Parochial Sermons, IV,20)

Día sexto

La pregunta es: “¿Por qué no apareció nuestro Salvador después de Su resurrección a todo el pueblo sino solo a testigos elegidos por Dios?”. Y esta es mi respuesta: “Porque era el medio más efectivo de propagar Su religión en el mundo”… Ciertamente es una característica general del proceder de Su providencia hacer que los pocos sean los canales de Sus bendiciones para los muchos…Es evidente que cada gran cambio está llevado a cabo por pocos, no por muchos, por unos pocos resolutos, inmutables y celosos…Uno o dos hombres, de pequeñas pretensiones externas, pero con sus corazones puestos en la obra, hacen grandes cosas. Están preparados, no por una súbita excitación, o por una vaga creencia general en la verdad de su causa, sino por una instrucción profundamente impresa y repetida con frecuencia; y como es de razón que es más fácil enseñar a unos pocos que a un gran número, es evidente que tales hombres siempre serán pocos…También nosotros, aunque no somos testigos directos de la Resurrección de Cristo, lo somos espiritualmente. Con un corazón despertado de entre los muertos, y con nuestros  afectos puestos en el cielo, podemos dar testimonio de que Cristo vive, tan verdadera y realmente como lo hicieron ellos. El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio en sí mismo. La Verdad da testimonio por sí misma de su Divino Autor. El que obedece a Dios conscientemente y vive santamente, fuerza a todos los que le rodean a creer y temblar ante el poder invisible de Cristo. Por cierto, no da testimonio a todo el mundo, pues son pocos los que pueden verlo lo suficientemente cerca como para ser conmovidos por su manera de vivir. Él manifiesta la Verdad a sus vecinos en proporción al conocimiento que tienen de él, y algunos de ellos, con la bendición de Dios, recogen el fuego santo, lo aprecian, y lo trasmiten a su vez. Y de este modo, en un mundo oscuro, la Verdad hace su camino a pesar de la oscuridad, yendo de mano en mano. (Parochial and Plain Sermons I, 22)

Día séptimo

Estad seguros, hermanos, que cualquiera de vosotros que esté persuadido de abandonar sus oraciones de la mañana y de la tarde, está entregando la armadura que lo defiende contra los ardides del Demonio. Si renunciáis a cumplir con ellas, podéis caer cada día, y lo haréis sin notarlo. Por un tiempo seguiréis adelante, pareciéndoos que estáis lo mismo que antes…Cuando hayáis dejado la práctica de la oración fija, os volveréis débiles gradualmente sin saberlo…Pensaréis ser los hombres que solíais ser, hasta que de repente llegará el adversario furiosamente, y también de repente caeréis… Los hombres dejan primero la oración personal, luego son negligentes con la observancia del día del Señor (que es un servicio fijo de la misma clase), luego dejan escapar de sus mentes la misma idea de la obediencia a una ley eterna fija, luego incluso se permiten cosas que su conciencia condena, luego pierden la dirección de la conciencia, que siendo maltratada, rehúsa finalmente dirigirlos a ellos….Fijad vuestro corazón en las cosas elevadas, permitid que vuestros pensamientos de la mañana y de la noche sean puntos de descanso para el ojo de vuestra mente, y dejad que sean acerca de la senda angosta, de la bendición del cielo, de la gloria y el poder de Cristo vuestro Salvador…Los hombres en general no sabrán nada de todo esto, no serán testigos de vuestras oraciones personales y os confundirán con la multitud que ellos aceptan. Pero vuestros amigos y conocidos obtendrán una luz y un consuelo de vuestro ejemplo, verán vuestras buenas obras y serán inducidos a rastrear hasta su verdadera fuente secreta: las influencias del Espíritu Santo, buscadas y obtenidas por la oración. (Plain and Parochial Sermons I, 19)

Día octavo

El gran fin que Nuestro Señor tenía en vista al asumir nuestra naturaleza, era hacer santas a las creaturas llenas de pecado, y que nadie que no sea santo será aceptado por Su amor en el último día. Toda la historia de la redención, el testamento de la misericordia en todas sus partes y provisiones, atestigua la necesidad de la santidad en orden a nuestra salvación…Si un hombre sin religión, suponiendo que fuese posible, fuera admitido en el cielo, sin duda alguna, soportaría una gran desilusión. Antes, por cierto, imaginó que podría ser feliz allí, pero al llegar, no encontraría sino aquel discurso que evitó en la tierra, aquellas ocupaciones que aborrecía o despreciaba, nada que lo limitara a buscar algo más en el universo, y lo hiciera sentir en casa, nada en lo cual pueda entrar y descansar. Se vería a sí mismo como un ser aislado y apartado por el Poder Supremo de aquellos objetos que aún se entrelazan alrededor de su corazón. Y no sólo eso. Estaría en la presencia de ese Supremo Poder, a quien invariablemente nunca trajo a su pensamiento cuando estaba en la tierra, a quien ahora consideraría sólo como el destructor de todo lo que era precioso y querido para él. ¡Ah!, no podría soportar el rostro del Dios Viviente. El Dios Santo no sería objeto de gozo para él….Nadie más que el santo puede mirar al Santo. Sin santidad ningún hombre puede soportar ver al Señor…Si quisiéramos imaginar un castigo para alguien no santo, un alma réproba, no se nos podría antojar quizás uno mayor que convocarla al cielo. El cielo sería el infierno para un hombre irreligioso…Dios no puede cambiar Su naturaleza. Santo es por siempre, y mientras es Santo, ninguna alma no santa puede ser feliz en el cielo. (Plain and Parochial Sermons, I,1)

Día noveno

¿Qué es vigilar aguardando a Cristo?…“Simón, ¿duermes?, ¿no has podido velar ni siquiera una hora?” (Mc 14,37)…Esto es vigilar: apartarse de lo que es presente y vivir en lo que es invisible, vivir pensando en Cristo, cómo vino una vez y cómo vendrá nuevamente, y desear su segunda venida desde nuestro recuerdo afectuoso y agradecido de la primera.  Pero hay quienes no vigilan, por amor al mundo…Sirven a Dios y le buscan, pero miran al mundo presente como si fuera eterno, no una escena meramente temporaria de sus obligaciones y privilegios, y nunca contemplan la perspectiva de ser separados de él… Pueden mejorar en la conducta pero no en el anhelo. Avanzan pero no suben, se mueven en un nivel bajo y si pudieran moverse así durante siglos, no se levantarían por encima de la atmósfera de este mundo…Se sienten muy bien como están, y desean servir a Dios como están. Están satisfechos con permanecer en la tierra, no desean moverse, no desean cambiar…Los años pasan silenciosamente y la llegada de Cristo está cada vez más cerca de lo que estaba…Hermanos, rogadle que os dé un corazón para buscarlo con sinceridad. Rezadle para que os haga vivir seriamente…Decidid no vivir más engañados por “sombras de religión”, por palabras, por discusiones, por nociones, por grandes declaraciones, por excusas, o por las promesas o amenazas del mundo. Rezad para que os dé lo que la Escritura llama “un corazón honesto y bueno”, o “un corazón perfecto”, y sin esperar, comenzad inmediatamente a obedecerle con el mejor corazón que tengáis…Tenéis que buscar Su rostro…¡Que esta sea la porción de cada uno de nosotros! Es duro alcanzarla, pero es lamentable perderla. La vida es corta, la muerte es cierta, y el mundo venidero es eterno. (Plain and Parochial Sermons, VI, 17)

Fuente: http://www.amigosdenewman.com.ar/?page_id=198

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