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Vida y obras de John Henry Newman

Clase 3

Los dos poemas más conocidos de Newman.

Después de haber repasado cronológicamente, por un lado la vida y por otro las obras de John Henry Newman, comenzaremos este recorrido selecto por sus obras comentando dos de sus poemas.

John Ford, en la introducción al primer Coloquio Internacional John Henry Newman, sus fuentes y comentadores, que es llevó a cabo en la ciudad de Guadalajara, México el 9 de octubre de 2015, comentando la prolífica obra de Newman, dijo:

“John Henry Newman fue un autor increíblemente prolífico. Publicó decenas de libros durante su vida, dejando a la posteridad una enorme cantidad de manuscritos, diarios y cartas que se han ido publicando a partir de su muerte. Dada la gran cantidad de material escrito por Newman, muy pocas personas han logrado leer todo lo que escribió. Al desafío de la cantidad, se suma el hecho de que escribió sobre diversas áreas de conocimiento. En consecuencia, la mayoría de los lectores hacen bien en leer lo que escribió en una o dos áreas, pero no están familiarizados con todo su corpus; por ejemplo, las personas interesadas en la historia y la literatura a veces desconocen su pensamiento filosófico y teológico y viceversa.

Además, muy pocos autores logran escribir un libro “clásico”, una obra sobresaliente de la más alta calidad tanto en estilo como en contenido, que siga siendo una lectura valiosa mucho después de la época en que fue escrita. Aún más raros son los autores que escriben más de un “clásico”; los que lo hacen, por lo general escriben todos en el mismo campo; Charles Dickens, por ejemplo, escribió varias novelas clásicas. En contraste, Newman es excepcional al escribir «clásicos» en al menos media docena de campos diferentes: autobiografía, filosofía, teología, literatura, educación y espiritualidad. Sin embargo, a diferencia de los autores profesionales que a menudo planean una serie completa de éxitos de ventas proyectadas, Newman generalmente escribía respondiendo a una necesidad, a una «llamada»:

“Lo que he escrito ha sido en su mayor parte lo que puede llamarse oficial, trabajos hechos por algún cargo que o compromiso que tuve. . . o ha sido por alguna llamada especial, o invitación, o necesidad o emergencia. . . .

 Tal necesidad o emergencia “llamó” a Newman a escribir su autobiografía”.

Al referirse a Newman como poeta, comentó:

“Newman también escribió poesía; uno de sus primeros poemas, «Soledad» (Solitude), data de sus días como estudiante en el Trinity College de Oxford. 

Su interés por la poesía fue evidente en uno de sus primeros ensayos, más tarde retitulado “Poesía, con referencia a la Poética de Aristóteles” (Poetry, with reference to Aristotle’s Poetics.).

Al menos desde una perspectiva cuantitativa, su período más productivo en la escritura de poesía fue durante su viaje al Mediterráneo (diciembre de 1832-julio de 1833), cuando se comprometió a contribuir con una serie de poemas para la multi-autoría Lyra Apostolica, que fue un compañero poético de las ideas teológicas del Movimiento de Oxford. 

Sin duda, el poema más famoso de Newman es «El pilar de la nube» (The Pillar of the Cloud), más comúnmente conocido por sus palabras iniciales, «Guíame, amable Luz» (Lead, Kindly Light), que fue escrito durante su viaje de regreso del Mediterráneo y se le ha puesto música en más de dos docenas de variaciones. 

Texto en inglés:

https://newmanu.edu/about-newman/history-of-newman/lead-kindly-light#:~:text=Lead%2C%20Kindly%20Light%2C%20amid%20the,Lead%20Thou%20me%20on.

Texto en español:

https://caminitoespiritual.blog/2018/12/04/guiame-luz-amable/

Video, con la música y canto en su versión más conocida:

Finalmente, su poema más largo, “El sueño de Gerontius” (The Dream of Gerontius), publicado en The Month en dos partes en mayo y junio de 1865, registra los pensamientos de un moribundo que se prepara para el purgatorio. Edward Elgar (1854-1934), quien es bien conocido por generaciones de estudiantes estadounidenses como el compositor de sus marchas de graduación «Pomp and Circumstance», puso música a «The Dream» en 1900.

Texto completo del poema en inglés:

Marzo 10 de 2013: Video con la música: https://www.youtube.com/watch?v=9Bg52cVVmTc

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A partir de aquel verano del 2010, en el que el Vaticano anunció que el Papa Benedicto XVI viajaría a Inglaterra con el fin de beatificar al cardenal John Henry Newman (1801-1890), el interés por este personaje ha ido creciendo exponencialmente, más allá del mundo anglosajón. “Él llegó a una síntesis excepcional entre fe y razón, que para él eran como dos alas sobre las cuales el espíritu humano alcanza la contemplación de la verdad”, dejó escrito el Papa Wojtila en 2001, durante el centenario del nacimiento de Newman. Una muestra más de esta atención a Newman es la inclusión en el libro de Vittorio Messori titulado en castellano Hipótesis sobre María. Hechos, indicios, enigmas. A continuación, vamos a recoger algunas ideas que él transmite en su capítulo 52: “Newman: de anglicano a cardenal (I)”.

El motivo de esta inclusión, aun tomando en cuenta su época anglicana (1801-1845), es “la búsqueda autorizada, vigorosa (y ¡racional!) para demostrar que es totalmente legítima, conforme a la fe evangélica, la doctrina de la Iglesia de Roma sobre la Virgen, incluidos los dogmas paso a paso proclamados. Y que está plenamente justificada la devoción que el pueblo que tributa, a pesar de las exageraciones y quizá abusos debidos al temperamento de cada país, pero que no se refiere a la doctrina de la Catholica”.

Newman, desde sus años como ministro anglicano, estaba convencido, gracias a su agudo análisis de los textos del Nuevo Testamento, sin dejar de lado la revelación del Antiguo, que la Madre de Dios debía ser inmaculada desde el primer momento de su existencia, pues el pecado no podía haber poseído nunca a quien fuera depositaria del Inocente, del Hijo de Dios, quien debía redimirnos del pecado. Esta verdad fue para Newman el punto central de su reflexión sobre María. En primer lugar, la segunda Eva debía ser inmaculada, como la fue Eva al ser creada por Dios. Esta expresión era utilizada por los Padres de la Iglesia, a quien estudió con gran atención desde 1828, lo que intensificó al impulsar el Movimiento de Oxford, que tenía por fin el revitalizar a la Iglesia anglicana a la luz de la tradición. Todos los cristianos están de acuerdo en afirmar que Eva no tenía pecado y que estaba adornada con la gracia, pues no es propio de Dios crear a los primeros padres en enemistad suya, consecuencia del pecado. Para Newman, así como Eva colaboró con Adán en nuestra caída del estado de gracia, María cooperó con Cristo para devolvernos los privilegios que habíamos perdido por el pecado. La Virgen María había de desempeñar un papel clave en la obra de la redención, como Madre del Salvador, derrotó al tentador obedeciendo por fe y canceló así el mal que había causado la transgresión y la caída de Eva. Por consiguiente, dice Newman, María debía tener por lo menos los mismos dones que Eva. Sólo hay paralelismo entre María y Eva, si Desde luego, desde la reflexión de la maternidad divina, la Concepción Inmaculada era la apropiada preparación para la mujer que iba a ser la Madre del Dios encarnado. Para Newman era lógico y conveniente. Sin embargo, en su predicación anglicana no se atrevía a utilizar esta expresión, pues no estaba reconocido como verdad en el credo de la Iglesia de Inglaterra. Para una mayor profundización en estos temas, Monte Carmelo publicó una recopilación del pensamiento mariológico de Newman en 2002 bajo el título María. Páginas selectas.

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En esta lista larga de personas que han descubierto la Luz en la Iglesia Católica gracias al influjo y ejemplo de John Henry Newman, encontramos todo tipo de perfiles: mujeres casadas, estudiantes, sacerdotes, obispos… En esta ocasión hablaremos sobre Ambrose St. John.

Ambrose St. John nació 1815. Creció en Hornsey, Middlesex -actual Hornsey, al norte de Londres. Era hijo de Henry St. John, descendiente de los barones St. John de Bletso, y nieto de Andrew St John, decano de Worcester. 

Fue educado en el anglicanismo en Westminster School y Christ Church, Oxford, donde se graduó de Master of Arts. Lingüista y traductor. Fue ordenado sacerdote anglicano. En 1841 colaboró como capellán coadjutor de Henry Wilberforce, primero en Walmer y luego en East Farleigh. 

Por aquellos años el Movimiento de Oxford había acercado a muchas personas al conocimiento de la Iglesia primitiva y comenzaron a ver con buenos ojos a la Iglesia católica. El deseo de este grupo de teólogos y eclesiásticos era que la Iglesia de Inglaterra recuperara sus tradiciones más antiguas ante un creciente secularismo. Por aquellos años de inquietud, cuando la iglesia anglicana había sido desposeída de sus escaños en el Parlamento. John Henry Newman, fuertemente influido por un famoso sermón del teólogo y poeta John Keble del año 1833, National apostasy, decidió distribuir panfletos en los que defendía una concepción renovada del anglicanismo, y muchos otros lo apoyaron.

Por estos panfletos o tracts, el Movimiento de Oxford fue conocido como Movimiento Tractariano (Tractarian Movement) tras una serie de publicaciones en Tracts for the Times (1833-1841). Los tractarianos también fueron llamados «puseyites» en alusión a uno de sus líderes, Edward Bouverie Pusey, Profesor Regius de hebreo en la Iglesia Cristiana de Oxford. Otros prominentes tractarianos incluían a John Henry Newman, un profesor de Oriel College, Oxford y vicario de la Iglesia de la Universidad Santa María la Virgen; John Keble, Henry Edward ManningRichard Hurrell Froude, el poeta Gerard Manley HopkinsRobert WilberforceIsaac Williams y Sir William Palmer.

Newman fue siguiendo la trayectoria histórico-teológica desde el siglo IV de la Iglesia católica, buscando fundamentar de esta manera los principios de la Iglesia de Inglaterra. Hacia 1841 comenzó a vislumbrar desde el punto de vista teológico, que el depósito completo de la fe sólo se encontraba en Roma. Con esas dudas se retiró a Littlemore, a las afueras de Oxford para rezar y estudiar, e invitó a amigos y discípulos a pasar temporadas ahí para hacer un curso de retiro o estudiar. Entre ellos se encontraba también St. John. Newman les había pedido que podrían estar con él con la condición de que no fueran a hacerse católicos, pues él aún no se decidía. St. John se retiró también y poco después fue recibido en la Iglesia católica, aproximadamente un mes antes de la conversión de Newman, en octubre de 1845. Después de pasar un corto período con Newman en Maryvale, donde vivía Wiseman, el primer obispo de Inglaterra después de restablecerse las relaciones entre el Vaticano y la corona británica, rotas desde Enrique VIII. Wiseman decidió enviar a St. John y a Newman a Roma, para que se prepararan a recibir las órdenes sagradas dentro de la Iglesia católica. Ambos recibieron la ordenación sacerdotal el 30 de mayo de 1847.

Pio IX sugirió a Newman que conociera la espiritualidad de San Felipe Neri. Después del noviciado, el mismo Papa encargó a Newman que fundara el primer Oratorio de San Felipe Neri en Inglaterra. Se unieron al proyecto otros sacerdotes jóvenes también conversos. Posteriormente comenzaron los apostolados de la congregación del Oratorio de San Felipe Neri en Birmingham (1847), siendo después trasladados al suburbio de Edgbaston, en 1852. Otro grupo se fue a Londres y comenzaron ahí otro Oratorio.

En ese lugar, St. John trabajó como misionero y profesor, destacando como académico clásico y lingüista, tanto en lenguas orientales como europeas. Sus labores en el Oratorio de Birmingham duraron 28 años. Murió en el Oratorio de San Felipe Neri, Birmingham Inglaterra el 24 de mayo de 1875, mientras trabajaba en la traducción del libro de Josef Fessler sobre la infalibilidad papal. Newman tenía una capacidad increíble de trabajo y delegaba en St. John parte de ese trabajo, también académico. Al parecer, St. John murió de agotamiento y Newman sufrió pensando que había sido su culpa.

A la muerte de San Juan, en Edgbaston, Birmingham, Newman continuó su trabajo en la traducción del libro de Fessler, publicado como La verdadera y falsa infalibilidad de los papas en Londres en 1875, una defensa de la doctrina de la infalibilidad tal como la enseñaron los italianos, en un momento de controversia con William Ewart Gladstone. Por este motivo, Newman había encargado con urgencia este extenuante trabajo a St. John, quizá sin percatarse de lo que le estaba suponiendo.

Este 10 de enero de 2020 tuvo lugar en la capilla de Notre Dame University la Misa de funeral del tan querido P. John Ford, de la Congregación Santa Cruz.

La noticia nos ha llenado de pena, aun teniendo la intuición de que goza ya del Cielo. Un hombre entregado completamente a su vocación como pastor y maestro, al servicio de Dios a través de cada persona que de alguna manera pasaba a su lado.

Yo le conocí a través de Katherine Tillman, profesora emérita de la Facultad de Artes Liberales de Notre Dame University. Yo había terminado mi tesis doctoral y para su publicación le pedí que la prologara. Declinó la invitación, pero me recomendó que escribiera a Fr. John Ford pues él había aprendido español para dar clases a los alumnos extranjeros de la Universidad de Washington, donde trabajó muchos años como profesor de Teología y Estudios Religiosos. Aunque finalmente el libro lo prologó quien fungió como mi director de la tesis, Dr. Mauricio Beochot, fue la ocasión gracias a la cual me encontré no sólo con un gran experto en John Henry Newman, lo que ha sido nuestro mutuo interés, sino un gran amigo.

Detrás de muchos de mis proyectos relacionados con Newman ha estado presente Fr. John Ford. A él le consultaba su conveniencia, me hacía sugerencias de bibliografía o de enfoque, e incluso me pedía que se los enviara. Amablemente leyó y revisó, de un día para otro, más de alguna de mis publicaciones, haciendo puntuales y oportunas sugerencias. 

Nuestras anuales reuniones sobre Newman me dieron la oportunidad de escucharle y dialogar con él. Siempre atento a hacer cualquier favor que se le presentara, especialmente para dar a conocer la figura del santo inglés. Sus intervenciones en los congresos mostraban su gran conocimiento, hasta detalles poco difundidos. Él buscaba siempre el modo de que los asistentes no sólo le escucháramos, sino que la pasáramos bien y nos dejara una positiva enseñanza. Destacaba por su bien humor, su estabilidad de ánimo y su tendencia a pasar desapercibido a menos que se requiriera su participación.

Cuánto agradecemos a Dios nos haya permitido conocerle. Esperamos aprovechar su ejemplo de vida y sus muchos conocimientos.

A continuación transcribimos la traducción del Obituario que se publicó en línea el 4 de enero de 2022 en South Bend Tribune 

Obituario 

El reverendo John T. Ford, C.S.C. (21 de noviembre de 1932 – 29 de diciembre de 2021), murió a los 89 años en Holy Cross House, Notre Dame, Indiana, el 29 de diciembre de 2021, después de una breve enfermedad.

Fr. Ford nació el 21 de noviembre de 1932 en Dallas, Texas, hijo único de Thomas y Leonara (Senn) Ford, quienes le precedieron en la muerte.

P. Ford asistió a la escuela primaria en St. Vincent’s School, dirigida por las Sisters of the Holy Cross en Logansport, Indiana, y se graduó de High School también en Logansport en 1950. 

Mientras asistía a la Universidad de Notre Dame, John escuchó el llamado a servir a Dios como sacerdote de Holy Cross. Ingresó al noviciado de Holy Cross en Jordan, Minn., el 15 de agosto de 1951. Pronunció sus votos perpetuos el 16 de agosto de 1955 y fue ordenado sacerdote de Holy Cross el 10 de junio de 1959. 

Después de graduarse de la Universidad de Notre Dame en 1955 como Licenciado en Filosofía, asistió a Holy Cross College en Washington, DC para obtener su Maestría en Teología en 1959. En 1962, el P. Ford, obtuvo su Doctorado en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma.

A partir de ese año, el P. Ford comenzó a enseñar Teología en la Universidad de Notre Dame. Más tarde fue prefecto en Cavanaugh Hall. Posteriormente se incorporó como profesor en Holy Cross College en Washington, DC hasta 1967. A la par, en 1964, fue nombrado Asistente Superior en el Seminario de Misiones Extranjeras y posteriormente se desempeñó como Superior hasta 1968. De 1968 a 2018, fue profesor de teología y coordinador de estudios hispanos/latinos en la Universidad Católica de América en Washington, DC, donde escribió más de 100 ensayos, 680 reseñas de libros y unos 50 prefacios, introducciones y artículos misceláneos. En 2018, se jubiló y ofreció asistencia parroquial y ministerial con personas de habla castellana hasta que se mudó a Holy Cross House, Notre Dame, Ind. en 2021.

El P. John Ford ha sido reconocido como uno de los principales académicos de John Henry Newman en los Estados Unidos y en todo el mundo. Fue miembro durante mucho tiempo del Instituto Nacional de Estudios Newman (NINS), incluso como miembro de su Junta Directiva durante más de una década; fue cPresidente de la Asociación y Director del Programa para la conferencia anual durante muchos años, y se desempeñó como el editor fundador del Newman Studies Journal. Por su trabajo sobre Newman, el P. Ford fue el ganador inaugural del Premio Gaillot del Instituto Nacional de Estudios Newman de la Universidad Duquesne del Espíritu Santo.

La Misa de funeral se llevó a cabo a las 15:30 horas, el lunes 10 de enero de 2022 en la Basílica del Sagrado Corazón, Notre Dame, Indiana, que se transmitió en vivo a través https://campusministry.nd.edu/mass-worship/basilica-of-the-sacred- corazón/funeral-live-stream/. En seguida fue el entierro en el cementerio comunitario de Notre Dame, South Bend, Indiana.

Las contribuciones conmemorativas en apoyo de la misión y los ministerios de la Congregación de la Santa Cruz se pueden hacer a: United States Province of Priests and Brothers, Office of Advancement, P.O. Box 765, Notre Dame, IN 46556-0765 or online at https://donate.holycrossusa.org 

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Hoy, Jueves Santo, celebramos la institución de dos grandes sacramentos. En primer lugar, Jesús instituyó los primeros sacerdotes en aquella última Cena. Y gracias a ello, pudo poner en sus manos el Gran Sacramento de la Eucaristía, poniéndose Él mismo en sus manos. Glosando al obispo James Conley (lincolndiocese.org) vamos a recordar algunos hechos de la vida de Newman en relación con su sacerdocio.

Desde adolescente, Newman se dio cuenta que Dios le había llamado a servirlo en el estado célibe, y optó por este estilo de vida como clérigo anglicano. Así, dejó escrito poco después, que “los que entran en las Órdenes Sagradas prometen lo que no saben, se comprometen sin saber con cuánta profundidad, se descartan de los caminos del mundo, no sabe con cuánta intimidad, encuentran que deben cortarles la mano derecha, sacrificar el deseo de sus ojos y el movimiento de sus corazones al pie de la Cruz, mientras que pensaban que, en su simplicidad, estaban eligiendo la vida tranquila y fácil de los ‘hombres sencillos que moran en las tinieblas’”. Newman comprendió desde el principio que la vida del sacerdocio es una vida de sacrificio desinteresado, y su propio sacerdocio, aun durante su periodo anglicano, fue una especie de martirio silencioso, consciente que debía dar su vida al pie de la Cruz.

La observación común entre los estudiantes de Oxford en la parroquia universitaria de St. Mary´s, era: “cuando el Dr. Newman predica, “es como si me estuviera hablando a mí personalmente. Ha hablado directamente a mi corazón.” Durante ese periodo, Newman entendía la importancia de confesar los pecados ritualmente y pedir perdón. Por lo que abogó por un mayor uso de la confesión en las iglesias anglicanas.

El joven Newman tenía un gran amor por la liturgia. Fue miembro fundador del Movimiento Anglicano de Oxford — una asociación de anglicanos que promovió una hermosa liturgia en la Iglesia Anglicana. De hecho, llegaron a ser conocidos como “altos” anglicanos debido a su énfasis en el culto litúrgico. Newman comprendió la profunda formación que viene de una liturgia rica en simbolismo, belleza y empapada en las Sagradas Escrituras.

Newman fue uno de los más grandes predicadores de la historia cristiana. Y predicó bellamente, mucho antes de convertirse a la fe. Sin embargo, Newman no era conocido como un predicador dramático. Cuando predicaba los domingos por la noche en las Vísperas Solemnes, los diversos College de Oxford se veían obligados a retrasar la hora de la cena, porque sus estudiantes abarrotaban la iglesia de St Mary´s para escuchar la predicación del Dr. Newman. 

La decisión definitiva de Newman de hacerse católico se dio aquel 9 de octubre de 1845, cuando el italiano sacerdote pasionista y misionero Dominic Barberi le recibió en aquella estancia de Littlemore, a las afueras de la ciudad de Oxford, Inglaterra. En un principio, sabiendo que tal decisión le acarrearía la enemistad con todo el mundo anglicano que le había seguido y admirado, Newman pensó ser laico y asumir los embates, protegiendo a la Iglesia Católica Romana. Pero el obispo Wiseman le hizo ver que su vocación era claramente al sacerdocio. Recibió la confirmación incluyendo otro nombre: John Henry Maria Newman. Tan solo un año y medio después, recibió en Roma el orden sagrado, el día 30 de mayo de 1847. 

Newman reflexionó sobre la elección voluntaria de Cristo de elegir a hombres pecadores para que actuaran in persona Christi en la mediación de su misericordia. Por contraste, a su Madre, la Santísima Virgen, la eligió y la preservó del pecado original y fue concebida inmaculadamente, por su misericordia. Pero Jesús eligió “hombre, no ángeles” para ser sus ministros, “vulnerables a la enfermedad y la tentación”, para otorgarles la gracia inmerecida de Dios, de la perseverancia final. Eligió a los pecadores como sacerdotes, para dar testimonio de la redención del pecado. Porque la pecaminosidad del sacerdote le hace hermano de todos los hombres, y para que quedara patente la evidencia de la gracia en la vida de aquellos a quienes convirtió sus corazones a Jesucristo. 

Después de su ordenación, su amor por la sagrada liturgia se transformó. Le explicó a un amigo que antes miraba con entusiasmo la celebración de la liturgia anglicana. Pero que nada se comparaba con la experiencia de hacer presente a la Eucaristía — la presencia real de Jesucristo — en el Santo Sacrificio de la Misa. “Nada es tan consolador, tan penetrante, tan emocionante, tan abrumador como la Misa. Podría asistir a Misas para siempre, y no estar cansado. No es una mera forma de palabras — es una gran acción, la mayor acción que puede haber en la tierra. Él se hace presente en el altar en carne y sangre, ante el cual hacen venia los ángeles y tiemblan los demonios.”

 La presencia de Cristo en el altar lo cautivó y lo sobrecogía. Sus colegas recordaron que cuando él elevaba la sagrada Hostia, permanecía en oración mucho más tiempo de lo que cualquiera pudiera haber esperado. 

Newman conocía el poder de la vida sacramental. Y cultivó un sentido de profunda reverencia por el misterio, al que llamó la “vida de nuestra religión”. Pasaba horas, cada día, en el confesionario. Observaba: “una cosa era escuchar los pecados como un clérigo anglicano; muy otra era absolverlos con el poder de la Iglesia de Cristo. Por eso llamó a la confesión la “tranquilidad penetrante y subyugadora” de su vida sacerdotal. La vida sacramental alimentaba a Newman porque rezaba diariamente por la gracia de celebrar los sacramentos con alegría y con un nuevo entusiasmo. Luchó contra la tentación de dar por sentados los sagrados misterios. Pidió a la Santísima Virgen que le diera la visión de Dios, quien le concedió ver en la penitencia y en la Eucaristía el regocijo del cielo por la salvación de los pecadores.

De esta manera, Newman vivió su sacerdocio de manera profunda y auténtica, experimentó la vida y el ministerio sacerdotal sin preconceptos, ni falsedades, ni pretensiones. Comprendió su pecaminosidad y buscó la santidad con vigor. Y se apoyó en la gracia de celebrar la vida sacramental con plena conciencia de la profunda realidad del misterio.

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Queridos amigos de Newman,

Hace un año, el 13 de octubre de 2019, el Papa Francisco inscribió a John Henry Newman entre los santos. Después de tantos años de espera, esperanza y oración, fue conmovedor ver, en la fachada de la Basílica de San Pedro, el retrato de Newman, que muchos de nosotros llevamos grabado en el corazón. Fieles de todo el mundo llenaron la plaza para participar en el gran acontecimiento de su Canonización por parte del sucesor de Pedro. Un gran número de personas también asistieron a las celebraciones religiosas y académicas que precedieron y siguieron a la solemne Misa Papal.

Después de la canonización, Newman ahora pertenece verdaderamente a la Iglesia universal, que tanto buscó durante su vida en la tierra, mientras seguía con confianza la “luz bondadosa”, y que por fin encontró y amó con el poder de su espíritu brillante. Ahora desde el Cielo, con su intercesión y su radiante ejemplo, acompaña su renovación y desarrollo.

¿Qué podría decirnos Newman sobre los desafíos actuales que ofrece la crisis del coronavirus? Como siempre había subrayado la importancia de la fe y la razón, sin duda no dejaría pasar la oportunidad de instarnos a “entregar al César lo que es del César”, es decir, respetar las medidas cautelares de las autoridades legítimas. Pero lo más probable es que recuerde a los fieles con insistencia que deben “dar a Dios lo que es de Dios” (cf. Mateo 22:21).

En un conmovedor sermón de su época anglicana, Newman invita a sus oyentes a tomar como ejemplo a los cristianos de la época apostólica, para aprender de ellos lo que significa seguir al Señor y darle al Señor lo que le pertenece. Así, nos muestra algunos rasgos de una identidad cristiana que no han perdido nada de su relevancia. Sobre todo, quiere instarnos a tener confianza y alegría en la fe: el Señor está con nosotros todos los días de nuestra vida también en el tiempo presente (cf. Mateo 28, 20): los signos identificativos de un cristiano (The identifying signs of a Christian). 

Probablemente algunos de ustedes ya hayan escuchado que el servicio de nuestras Hermanas en el Generalato de los Misioneros de África (Padres Blancos) en Roma terminará en diciembre de 2020. Nuestras Hermanas dejarán la “Piccola Casa” (Via Aurelia) para asumir otras Tareas. Deseamos expresar nuestro agradecimiento a los Padres Blancos, también en esta ocasión, por los numerosos años de excelente cooperación. Desde que se inició el Centro Internacional Newman en Roma (1975), nos permitieron albergar la biblioteca especializada Newman en la “Piccola Casa”.

El domingo 15 de noviembre de 2020 expresaremos oficialmente nuestro agradecimiento en una celebración eucarística, con grupo restringido, en la medida en que lo permitan las normas de seguridad provocadas por la actual crisis. Pedimos comprensión, ya que posteriormente el Newman Center permanecerá cerrado del 16 de noviembre al 8 de diciembre de 2020, para permitir su traslado a Via di Val Cannuta, 30A (00166 Roma) donde, a partir del 9 de diciembre, será posible tener acceso de nuevo. En el momento oportuno le informaremos en nuestra web sobre los horarios de apertura y la posibilidad de contactarnos.

En Littlemore, Oxford tenemos una biblioteca especializada a disposición de estudiantes e investigadores. Algunas habitaciones están disponibles para estudiantes. Desde la canonización de Newman, más personas vienen al Colegio para orar en la capilla de Newman, para buscar luz para sus vidas o para confiar al Señor, por intercesión del nuevo santo, muchas intenciones de la Iglesia y del mundo.

Con la firme convicción de que San John Henry Newman está cerca de todos nosotros con su ayuda,

Le enviamos nuestros saludos “cor ad cor”.

P. Hermann Geissler FSO 

Sr. Mary-Birgit Dechant FSO

© Centro Internacional de Amigos de Newman, Roma 2020

Si prefiere no recibir el boletín de Newman, envíenos un breve correo electrónico. newman.roma@newman- friends.org 

Muchas gracias.

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Con motivo del año de Newman, el Círculo John Henry Newman sus fuentes y comentadores, les compartimos esta carta escrita por el Santo Padre Juan Pablo II.

Al reverendísimo
Vincent NICHOLS
arzobispo de Birmingham

Con ocasión del II centenario del nacimiento del venerable siervo de Dios John Henry Newman, me uno de buen grado a usted, a sus hermanos en el episcopado de Inglaterra y Gales, a los sacerdotes del Oratorio de Birmingham y a la multitud de personas que en todo el mundo alaban a Dios por el don del gran cardenal inglés y por su perenne testimonio.

Reflexionando en el misterioso plan divino que se realizaba en su vida, Newman llegó a la profunda y permanente convicción de que «Dios me ha creado para que le preste un servicio determinado. Me ha encomendado una tarea que no ha dado a ningún otro. Yo tengo mi misión» (Meditaciones y devociones). Cuán verdadera nos parece ahora esta reflexión al considerar su larga vida y la influencia que ha ejercido desde su muerte. Nació en un tiempo particular, el 21 de febrero de 1801; en un lugar particular, Londres; y en una familia particular, primogénito de John Newman y Jemima Fourdrinier. Pero la misión particular que le encomendó Dios garantiza que John Henry Newman pertenece a todas las épocas, a todos los lugares y a todos los pueblos.

Newman nació en un tiempo agitado, que no sólo sufrió convulsiones políticas y militares, sino también espirituales. Las antiguas certezas se debilitaban, y los creyentes afrontaban, por una parte, la amenaza del racionalismo, y, por otra, la del fideísmo. El racionalismo implicaba un rechazo tanto de la autoridad como de la trascendencia, mientras que el fideísmo alejaba a la gente de los desafíos de la historia y de las tareas de este mundo, produciendo una dependencia deformada de la autoridad y de lo sobrenatural. En ese mundo, Newman llegó finalmente a una notable síntesis entre fe y razón, que eran para él «como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad» (Fides et ratio, Introducción; cf. ib., 74). La contemplación apasionada de la verdad lo llevó a una aceptación liberadora de la autoridad, que tiene sus raíces en Cristo, y al sentido de lo sobrenatural que abre la mente y el corazón humanos a toda la gama de posibilidades reveladas en Cristo. «Guíame, luz amable, en medio de la oscuridad que me envuelve, guíame tú», escribió Newman en «El pilar de la nube». Para él Cristo era la luz en medio de cualquier tipo de oscuridad. Para su tumba eligió como epígrafe:  Ex umbris et imaginibus in veritatem; al final del camino de su vida fue evidente que Cristo era la verdad que había encontrado.

Pero la búsqueda de Newman estuvo marcada por el dolor. Cuando comprendió plenamente la misión que Dios le había confiado, declaró:  «Por tanto, confiaré en él… Si estoy enfermo, mi enfermedad puede servirle; si estoy perplejo, mi perplejidad puede servirle… Él no hace nada en vano… Puede quitarme los amigos. Puede arrojarme entre desconocidos. Puede hacer que sienta desolación, que mi corazón se deprima, que no vea claro el futuro. Sin embargo, él sabe lo que hace» (Meditaciones y devociones).

Todas las pruebas que experimentó durante su vida, más que abatirlo o destruirlo, paradójicamente fortalecieron su fe en el Dios que lo había llamado, y robustecieron su convicción de que Dios «no hace nada en vano». Por eso, al final, lo que resplandece en Newman es el misterio de la cruz del Señor:  este fue el centro de su misión, la verdad absoluta que contempló, la «luz amable» que lo guió.

Al mismo tiempo que damos gracias a Dios por el don del venerable John Henry Newman en el II centenario de su nacimiento, le pedimos que este guía seguro y elocuente en nuestra perplejidad sea también un poderoso intercesor en todas nuestras necesidades ante el trono de la gracia.

Oremos para que pronto la Iglesia pueda proclamar oficial y públicamente la santidad ejemplar del cardenal John Henry Newman, uno de los paladines más distinguidos y versátiles de la espiritualidad inglesa.

Con mi bendición apostólica.

Vaticano, 22 de enero de 2001 

http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/letters/2001/documents/hf_jp-ii_let_20010227_john-henry-newman.html

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Publicado el Martes 18 enero 2011 por Federico Ledesma

No ponemos la mirada en las cosas que se ven
sino en las que no se ven;
porque las cosas que se ven son temporales,
mas las que no se ven, eternas.

II Cor. IV:18

Tal como lo repetimos en el Credo, hay dos mundos, “el visible y el invisible” ―el mundo que vemos y el mundo que no vemos; y el mundo que no vemos existe tan realmente como el que vemos. Existe realmente por mucho que no lo veamos. Sabemos que existe el mundo que vemos porque lo vemos. Basta con levantar los ojos y mirar a nuestro alrededor y contamos con la prueba: lo dicen nuestros ojos. Vemos el sol, la luna y las estrellas, la tierra y el cielo, colinas y valles, bosques y llanuras, mares y ríos. Y también vemos hombres, y las obras de los hombres. Vemos ciudades, y edificios fastuosos, y sus habitantes; hombre que van y vienen ocupándose de proveer para sí y para los suyos, o llevando a cabo grandes empresas, u ocupados en sus negocios. Todo aquello con lo que se topan nuestros ojos constituye un mundo. Es un mundo inmenso; llega hasta las estrellas. Podríamos desplazarnos durante miles de milenios por los cielos y aunque viajásemos más rápido que la misma luz, no alcanzaríamos sus confines. Son distancias más grandes que lo que se puede definir. Tan alto, tan ancho, tan profundo es el mundo; y con todo, también se nos acerca y se nos pone a tiro. Allí está, por todas partes; y no deja lugar a ningún otro mundo.

Y sin embargo, a pesar de este universo mundo que podemos ver, existe otro mundo, igualmente grande, igualmente cerca nuestro, y mucho más maravilloso; otro mundo alrededor nuestro, por más que no lo veamos, y más maravilloso que el mundo que vemos; por esto, si no por otra cosa: que no lo vemos. A nuestro alrededor hay innumerables seres, idas y venidas, seres vigilantes, que trabajan o que esperan, que no vemos: pertenecen a aquel otro mundo, al que no alcanzan a ver nuestros ojos, sino sólo la fe.

Detengámonos en esto. Nacemos a un mundo de sentidos; esto es, de cosas reales que yacen a nuestro alrededor, un gran conjunto de cosas se nos acerca, nos acosa a través de nuestros órganos corporales, nuestros ojos, oídos y dedos. Las sentimos, las oímos y las vemos; y sabemos que existen porque así es que las percibimos. Contamos con innumerables cosas a nuestro derredor, animadas e inanimadas. Pero una clase en particular de estas innumerables cosas se nos hacen presentes a través de los sentidos. Y más aún, mientras actúan sobre nosotros, tomamos conciencia de su presencia. Entonces las sentimos y somos conscientes de que las percibimos. No sólo las vemos, sino que además sabemos que las vemos; no sólo tenemos tratos con ellas, sino que también lo sabemos. Estamos entre hombres, y lo sabemos. Sentimos frío y hambre; sabemos qué cosas sensibles los quita. Comemos, bebemos, nos vestimos, vivimos en casas, conversamos entre nosotros y actuamos con otros y cumplimos con los deberes de la vida social; y sentimos vívidamente que lo estamos haciendo, mientras lo hacemos. Así es nuestra relación hacia una parte de las innumerables cosas que nos rodean. Actúan sobre nosotros y lo sabemos; y nosotros actuamos sobre ellas, y eso, conscientemente.
Pero todo esto no interfiere con la existencia de aquel otro mundo del que hablo, que actúa sobre nosotros, y que sin embargo no nos hace tomar conciencia de que así es. Bien puede estar tan presente como el visible y ejercer una influencia semejante al mundo que se nos revela. Y semejante mundo existe: nos los dice la Escritura.

¿Os preguntáis qué es y qué contiene? No diré que todo lo que le pertenece resulta inmensamente más importante que lo que vemos, pues entre las cosas visibles están nuestros coetáneos, nuestros compañeros, y no hay cosa creada más preciosa y noble que un hijo de hombre. Pero, aun así, tomadas como un todo, las cosas invisibles y aquellas que vemos, hay que decir que en definitiva las cosas que no vemos son más encumbradas que las que vemos. Pues, antes que nada, está Él, Aquel que está por encima de todas las cosas, que las ha creado todas, ante quién no son sino como nada y con quien nada puede compararse. Bien sabemos que Dios Todopoderoso existe más real y absolutamente que cualquiera de nuestros compañeros cuya existencia certifican nuestros sentidos; y sin embargo no lo vemos, no lo oímos, no lo sentimos, no lo encontramos.

Aparentemente, pues, las cosas que se ven no sino una parte, y una parte sólo secundaria, de los seres que nos rodean, cosa que podemos afirmar, aunque más no fuera porque el Dios Todopoderoso, el Ser entre los seres, no pertenece a su número, sino que está entre “las cosas que no se ven”.

Una vez, y una sola vez, durante treinta y tres años, condescendió en convertirse en uno de los seres que se pueden ver, cuando Él, la segunda persona de la Santísima Trinidad, nació, por una indecible merced, de la Virgen María, para aparecer en el mundo visible. Y entonces fue visto, oído, tocado; comió, bebió, durmió, conversó, anduvo, actuó como otros hombres; pero a excepción de aquel breve período, su presencia nunca fue perceptible; nunca nos ha hechos conscientes de su existencia por medio de nuestros sentidos. Vino y se retiró detrás del velo: y a nosotros, individualmente, resulta como si nunca se nos hubiese mostrado; no contamos con ninguna experiencia sensible de su presencia. Y con todo, “Él vive para siempre”.

Y en aquel otro mundo también están las almas de los muertos. Ellos también, cuando parten de aquí, de este mundo, no cesan de existir, pero se retiran de la escena de las cosas visibles; o, en otras palabras, dejan de interactuar con nosotros a través de nuestros sentidos. Viven tanto como vivían antes; pero su marco exterior a través del cual les era posible tener trato con otros hombres, es, de algún modo, no sabemos cómo, separado de ellos, y toda esa estructura exterior se seca y se marchita como hojas caídas de un árbol. Ellos permanecen, pero sin los medios habituales para acercarse y corresponder con nosotros. Como cuando un hombre pierde la voz o la mano aún existe como antes, pero ya no puede hablar, o escribir, o tener trato con nosotros; de tal modo que cuando pierde no sólo la voz o la mano sino su marco entero, se dice de él que murió―no hay nada para mostrar que se ha ido, pero nosotros hemos perdido los medios de aprehenderlo.

Más todavía: los ángeles también habitan el mundo invisible, y a su respecto se nos dice mucho más que de las almas de los fieles difuntos, pues estos últimos “descansan de sus labores; pero los ángeles están activamente empleados entre nosotros, en la Iglesia. Se dice que son “espíritus servidores, enviados para servicio a favor de los que han de heredar la salvación” (Heb. I:14). No existe un cristiano tan modesto que no cuente con ángeles a su servicio, si vive por la fe y para el amor. Y eso, pese a que son tan grandiosos, tan gloriosos, tan puros, tan maravillosos, que con sólo verlos (en el caso que se nos permitiera) caeríamos por tierra, como a osadas le ocurrió al profeta Daniel, a pesar de ser un justo de consumada santidad. Y con todo, son nuestros “compañeros-sirvientes” y nuestros camaradas de ruta que velan cuidadosamente por nosotros, atentos para la defensa del menor de entre nosotros, con tal de que seamos de Cristo.

Que forman parte de nuestro mundo invisible se pone de manifiesto en una visión que tuvo el patriarca Jacob. Se nos refiere que cuando huyó de su hermano Esaú, “llegado a cierto lugar, pasó allí la noche, porque ya se había puesto el sol. Y tomando una de las piedras del lugar, se la puso por cabezal, y acostóse en aquel sitio.” (Gén. XXVIII:11). Ni se le ocurrió que había alguna cosa maravillosa en aquel lugar. Parecía un lugar cualquiera, igual que cualquier otro. Era un lugar solitario y poco confortable: allí no había casa, se venía la noche, y se vio obligado a dormir sobre la roca pelada. Y, sin embargo, lo cierto es que todo resultó considerablemente diferente a lo que parecía. Jacob sólo vio el mundo visible; no vio el mundo invisible; y con todo, el mundo invisible estaba allí. Estaba ahí bien que no se hizo conocer inmediatamente, sino que hizo falta que le fuera manifestado sobrenaturalmente. Lo vio en sueños. “Y tuvo un sueño: he aquí una escalera que se apoyaba en la tierra, y cuya cima tocaba en el cielo; y ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y sobre ella estaba Yahvé.” He aquí el otro mundo. Ahora, observemos lo siguiente: por lo general la gente habla como si el otro mundo no existiese actualmente, aunque conceda que exista después de la muerte. No es así: existe ahora, lo veamos o no. Está entre nosotros y a nuestro alrededor. A Jacob se le mostró esto en sueños. Los ángeles lo rodeaban, aunque él no lo supiera. Y lo que Jacob vio en su sueño, es lo que el sirviente de Elías vio con sus propios ojos, y que los pastores, en el tiempo de Navidad, no sólo vieron, sino que también oyeron. Oyeron las voces de aquellos benditos espíritus que alaban a Dios día y noche en un oficio que, a nosotros en nuestra condición menos encumbrada, se nos permite participar.

Por tanto, estamos en un mundo de espíritus, tanto como en el mundo de los sentidos, y tenemos tratos con ellos, y participamos de ese mundo invisible, aunque inconscientemente. Si a alguno todo esto le parece raro, que piense por un momento que innegablemente también participamos de un tercer mundo por cierto que visible, pero del que no sabemos mucho más que acerca de las legiones de los ángeles: el mundo animal de las bestias de la tierra. A menos que estemos acostumbrados a pensar sobre esto, ¿podrá haber algo más sorprendente o maravilloso que este fenómeno de raza de seres que nos rodea y que vemos claramente y que sin embargo conocemos tan poco? ¿Que sabemos tan poco acerca de su naturaleza, de quienes no podemos describir sus intereses, ni su destino―no más que de los habitantes del sol y de la luna? Ni bien nos ponemos a pensar en este asunto―en verdad se trata de un pensamiento sobrecogedor―esto de que nos codeamos como si nada, que incluso, me animaría a decir, tenemos trato con creaturas que nos resultan tan extrañas, trato habitual con seres misteriosos, fabulosos, extrañas creaturas más poderosas que el hombre y que sin embargo están a su servicio, seres que parecen sacados de una fábula oriental… En verdad sabemos más acerca de los ángeles que sobre las bestias. Aparentemente cuentan con pasiones, hábitos, y un cierto sentido de la responsabilidad, pero están rodeados de misterio. No sabemos si pueden pecar o no, si están bajo un castigo, si han de tener otra vida después de esta. A algunos de ellos les infligimos señalados sufrimientos y como por una ley tan asombrosa cuanto inexorable, cada tanto se vengan de nosotros. De varias señaladas maneras dependemos de ellas; nos valemos de su trabajo, comemos su carne. Y con todo, aquí sólo me refiero a los animales que tenemos más a mano: pónganse a pensar en todo su vasto número, grandes y pequeños, en inmensos bosques, o en el agua, o en el aire, y luego digan si la presencia de semejante muchedumbre de tan variada naturaleza, tan extraños y salvajes en sus formas, viviendo sobre la tierra sin que se pueda establecer con qué objeto, y díganme si no son tan misteriosos, o más, que lo que las Escrituras nos dicen sobre los ángeles. ¿Acaso no está claro que hay un mundo inferior a nosotros en la escala de los seres con los que estamos conectados sin entenderlos plenamente? Por lo tanto, no es de extrañar ni difícil para la fe creer a la Escritura en lo que se refiere a nuestra conexión con un mundo más encumbrado que el nuestro.

En verdad, si hay gente para la cual le resulta dificultoso concebir la existencia entre nosotros de un mundo de espíritus porque no tienen conciencia de él, deberían recordar cuantos variopintos mundos de hecho se contienen simultáneamente en la sociedad humana. Nos referimos al mundo político, al científico, al académico, literario, religioso; y eso muy apropiadamente, porque los hombres están tan intrínsecamente relacionados con algunos, y a la vez tan distantes de otros, puesto que tienen cometidos tan diferentes y principios tan distintos y por consiguiente compromisos tan disímiles, que en un mismo lugar coinciden una cantidad de círculos de interés (como se los podría llamar), o mundos, constituidos por gente visible, pero ellos mismo invisibles, desconocidos, y lo que es más, ininteligibles los unos respecto de los otros. Los hombres se desplazan en los caminos comunes de la vida, y se parecen todos; pero no hay mucha comunión de sentimientos entre ellos; cada cual sabe poco de lo que sucede fuera de la esfera de su propio mundo. Un extranjero llegado a cualquier vecindario, contemplándolo de acuerdo a sus propios afanes e intereses, se iría de allí con impresiones totalmente diferentes e incluso totalmente equivocadas de aquel pueblo visto en su conjunto. O, en otro ejemplo, abandonad por un tiempo el ajetreo comercial y político de una gran ciudad para refugiaros en un pequeño pueblo perdido en las montañas; allí donde no existe el bombardeo de las noticias, considerad el modo de vida y los hábitos mentales de sus habitantes y decid si el mundo, considerado en sus diferentes partes, no se parece menos a sí mismo que al mundo de los ángeles que la Escritura coloca cabe nuestro.
Así, el mundo de los espíritu, por muy invisible que sea, está presente; en el presente, no en el futuro, no lejos. No está por encima del cielo, ni más allá de la tumba, está aquí y ahora: el Reino de Dios está entre nosotros. De esto habla el texto: “No ponemos la mirada en las cosas que se ven sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, mas las que no se ven, eternas.” Ya ven que el Apóstol la tenía por verdad práctica, una verdad para guiar nuestra conducta. No sólo refiere al mundo invisible, sino al deber de “contemplarlo”; no sólo lo opone a las cosas que pasan, a las cosas temporales, sino que agrega que hay allí razón de más para no mirar las de acá, sino poner la mirada más allá. Por más que la eternidad se proyecta hacia el futuro, no por eso se encuentra lejos; no porque resulte intangible, lo invisible carece de influencia. De igual modo, dice en otra epístola que “nuestra conversación está en los cielos” (Phil. III:20) y, en otro lugar, que “Dios nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef. II:6), aparte de recordarnos que nuestra vida “está escondida con Cristo en Dios” (Col. III:3). Y parecidamente San Pedro, cuando nos dice que a Cristo lo amamos “sin haberlo visto, en Él ahora, no viéndolo, pero sí creyendo, os regocijáis con gozo inefable y gloriosísimo” (I Pet. I:8). Y San Pablo también quiere que tengamos presente que “hemos venido a ser un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres” (I Cor. IV:9) y, en palabras ya citadas, nos habla de los ángeles como “espíritus servidores, enviados para servicio a favor de los que han de heredar la salvación” (Hebreos I:14).

Así es el reino escondido de Dios; y, así como ahora está oculto, a su debido tiempo será manifestado.

Los hombres creen que son señores del mundo y que pueden hacer lo que les venga en gana. Creen que esta tierra les pertenece, y que tienen poder sobre sus movimientos cuando en realidad cuenta además con otros señores, y el mundo resulta ser la escena de un conflicto más alto que lo que son capaces de concebir. Contiene a los pequeñuelos de Cristo que ellos desprecian, y a sus ángeles, en los que no creen. Hasta ahora “todas las cosas”, aparentemente, “permanecen como desde el principio”, y “vendrán impostores burlones” que dirán “¿dónde están las promesas de su Parusía?” (II Pet. III:3); pero en el tiempo señalado habrá una “revelación de los hijos de Dios” (Rom. VIII:19) y los santos escondidos “brillarán como el sol en el Reino de su Padre” (Mt. XIII:43).

Cuando los ángeles aparecieron ante los pastores, fue una manifestación repentina: “Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial” (Lc. II:13). ¡Qué admirable revelación! La noche anterior había parecido igual que cualquier otra noche; tal como aquella en que Jacob tuvo su visión parecía igual que cualquier otra. Estaban vigilando sus rebaños; vigilaban a medida que pasaba la noche. Las estrellas pasaban―llegó la medianoche. No tenían la menor idea de lo que ocurriría cuando de repente se les apareció un ángel. Tales son el poder y la virtud escondida en cosas visibles, y cuando Dios así lo quiere, se manifiestan. Por un momento, le fueron manifestadas a Jacob, por un momento al siervo de Elías, por un momento a los pastores. Serán manifestadas para siempre cuando venga el Cristo en el Último Día, “en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Mt. XXV:31). Entonces este mundo se desvanecerá y el otro resplandecerá.

Me gustaría que pensaran en esto, mis hermanos, especialmente en esta primavera, cuando la faz de la naturaleza toda se muestra tan feraz y hermosa. Sólo una vez por año, una sola vez, el mundo que vemos exhibe sus poderes ocultos y de alguna manera se manifiesta. Entonces brotan las hojas y florecen los árboles frutales y las flores; y crece el césped y aparece el maíz. Hay como una repentina explosión que exterioriza aquella vida oculta que Dios alojó en el mundo material. ¿Y bien? Eso nos muestra, a modo de ilustración, lo que puede hacer ni bien Dios se lo manda, cuando da la voz de orden. Esta tierra, que ahora brota en forma de hojas y florecimientos algún día brotará para convertirse en un nuevo mundo de luz y de gloria, en el que veremos morar a los santos y los ángeles. ¿Quién habría pensado, a menos que no fuera por su experiencia de otras primaveras a lo largo de su vida, quién habría anticipado hace dos o tres meses, que fuera posible que la faz de la naturaleza, que entonces parecía tan inerte, se convertiría en algo tan espléndido y variado? ¡Cuán diferente es un árbol revestido de hojas y uno deshojado! ¡Cuán inverosímil parece, antes de que ocurra, que las secas y desnudas ramas de repente se vean revestidas con lo que resulta tan luminoso y refrescante! Y sin embargo, en el tiempo oportuno, los árboles se revisten de hojas. Puede que la estación se retrase, pero al fin llega. Y así es con la venida de aquella Eterna Primavera que los cristianos todos esperamos. Y en efecto, al fin aparecerá, aunque se demore un tanto; y por mucho que tarde, esperémosla porque “puesto que vendrá, no se demorará” (Habacuc, II:3). Y así decimos día tras día, “adveniat regnum tuum”, que significa: Oh Señor, muéstrate; manifiéstate; aunque tu trono esté entre los querubines, muéstrate; manifiesta tu poder y ven a ayudarnos. La tierra que vemos no nos satisface; no es más que un comienzo; pero es una promesa de algo que está más allá; incluso cuando aparece con toda su gloria y nos muestra de modo tan conmovedor lo que encierra en lo más profundo, no nos alcanza. Sabemos que hay mucho más… mucho más, escondido en aquello que vemos. Un mundo de santos y ángeles, un mundo glorioso, el palacio de Dios, la montaña del Señor de los Ejércitos, la Jerusalén Celestial, el trono de Dios y del Cristo, todas esas maravillas eternas, sin precio, misteriosas e incomprensibles, yacen escondidas en lo que vemos. Lo que vemos es el caparazón exterior de un reino eterno; y en ese reino fijamos los ojos de la fe. Resplandece, Señor, como cuando en tu Natividad los ángeles visitaron a los pastores; que tu gloria florezca y brote como las hojas de los árboles; con tu poder omnímodo haz que este mundo visible se convierta en aquel mundo más divino que aún no vemos; destruye lo que vemos para que pase y se transforme en aquello que creemos. Por resplandeciente que sea el sol, y el cielo, y las nubes; por verde que sean las hojas y los campos, por dulce que sea el canto de las aves; sabemos que no son todo lo que hay y no confundiremos la parte con el todo. Proceden de un centro de amor y bien, que es Dios mismo; pero no son el Dios todo; hablan del cielo, pero no son del cielo; no son sino rayos perdidos y pálidos reflejos de Su Imagen; no sino migas caídas de la mesa. Estamos a la espera de la venida del día de Dios, cuando todo este mundo exterior, por bello que sea, perecerá; cuando los cielos se incendiarán y la tierra se derretirá. Podemos soportar su pérdida, pues sabemos no que será más que el retiro de un velo. Sabemos que la remoción del mundo visible será la manifestación del mundo invisible. Sabemos que lo que vemos es como una pantalla que no nos deja ver a Dios y al Cristo, a sus ángeles y a sus santos. Y por la fuerza de la añoranza que tenemos de aquello que no vemos, deseamos con toda el alma y rezamos por la disolución de todo lo que vemos.
¡Bienaventurados en verdad aquellos destinados a contemplar aquellas maravillas en medio de las que se encuentran, a las que ahora miran, y que sin embargo no reconocen! ¡Benditos aquellos que a la larga verán aquello que con el ojo mortal no se ve y que sólo se contempla con la fe! Aquellas cosas maravillosas del mundo nuevo están incluso ahora como entonces serán. Son cosas inmortales y eternas; y las almas que entonces cobrarán conciencia de ellas las verán en la paz y majestad en las que siempre se mantuvieron. Pero ¿quién podrá expresar la sorpresa y gozosa admiración que descenderá sobre aquellos que las aprehendan por primera vez, y para quiénes aquella percepción resultará enteramente nueva? ¿Quién podrá imaginar los sentimientos de aquellos que, habiendo fallecido en la fe, se despertarán para el gozo?

La vida que entonces comience, lo sabemos bien, durará por siempre; y con todo, si la memoria continuará siendo lo que es para nosotros ahora, en la eternidad aquel será un día muy celebrado en la presencia del Señor, por los siglos de los siglos. En verdad, podremos crecer en conocimiento y amor por siempre jamás y sin embargo aquel primer despertar de entre los muertos, el día que será simultáneamente el de nuestro nacimiento y el de nuestros esponsales, será querido y santificado por nuestros pensamientos por toda la eternidad.

Cuando nos encontremos, después de un largo descanso, regalados con poderes renovados, cuando nos sintamos llenos del vigor de la semilla de la vida eterna aleteando en nuestro seno, cuando seamos capaces de amar a Dios todo lo que queramos, conscientes de que toda tribulación, pena, dolor, ansiedad, luto y congoja han pasado para siempre, cuando nos hallemos bendecidos por el afecto pleno de aquellos amigos terrenales que hemos amado tan pobremente y que no hemos podido proteger sino débilmente cuando estaban en la carne, y, por sobre todo, cuando estemos siendo visitados por la Presencia inefable, visible e inmediata, de Dios Todopoderoso, con su Hijo Unigénito, Nuestro Señor Jesucristo y su Espíritu Santo co-eterno y co-igual con Él, aquella gran visión en la que la plenitud del júbilo y del gozo que serán por siempre jamás―¡qué pensamientos más profundos, incomunicables, inimaginables, nos acompañarán! ¡Qué secretas armonías despertadas, de las que la naturaleza humana parecía incapaz!

En verdad, todas las palabras terrenales resultan inútiles para el servicio de anticipaciones tan elevadas. Cerremos lo ojos y guardemos silencio.

“Toda carne es heno, y toda su gloria como flor del campo; se seca el heno, se marchita la flor, cuando el soplo de Yahvé pasa sobre ella. Sí, el hombre es heno; se seca la hierba, la flor se marchita, más la palabra de nuestro Dios permanece eternamente” (Is. XL:6-8).

VISTO EN DEVOCIÓN CATOLICA

https://radiocristiandad.wordpress.com/2011/01/18/homilia-del-cardenal-newman-el-mundo-invisible/

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